Marlés y el profesor
El profesor
¿Asistirá hoy a clase? No
ha venido, no, pero sí, ahí está, ya entra. Hoy sí está, ahí sentada en la
cuarta fila, con los ojos aplicados en los apuntes, con su espalda ligeramente
arqueada hacia adelante, con su cuello de garza, largo y casi suspendido en el
aire.
Los días en los que Marlés
acudía a clase, el profesor sentía un desasosiego, que hacía que demorara más
sus explicaciones, que intentara escucharse a sí mismo y entonces era el desastre, se
perdía en el hilo de su discurso. Era la primera vez que una alumna le
inquietaba, hasta el punto que en cada intervención que dirigía al auditorio,
elevaba la mirada al techo del aula y en un acto reflejo, se llevaba la mano a
la cabeza como para acariciar sus entradas y se quedaba de nuevo en blanco. Al
bajar la mirada y dirigirla al dorado cabello de Marlés, un hormigueo nervioso
le sacudía el estómago. Se sentía mal durante toda la clase, tenía molestias en
las articulaciones de la rodilla, esas que aparecían como presagio de algún
cambio de tiempo o de ánimo. Durante meses no entendió lo que le estaba
ocurriendo, a los cuarenta y siete años, de pronto la vida se le detuvo como en
un semáforo al que llegas demasiado acelerado y debes frenar en seco.
Luego, por la noche, mientras cenaba
en casa con su mujer, su pensamiento estaba en otro lado y no se percató de que ella, ya entonces, le
notó cambiado. En la cama estuvo dando vueltas, sin poder conciliar el sueño y
Marisa le observaba en silencio, casi inmóvil, fingiendo dormir.
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