Ramblas de Barcelona, 1952
El
señor marqués me ofreció el puesto de patrón.
Mi interés por la vida en el mar crecía y crecía. Durante el mes a bordo
seguía estudiando y cada vez me apasionaba más el mar.
Continué mis estudios
ocho horas diarias incluso los domingos, cuando todos los marinos se iban a
divertir por las calles del barrio chino, al Panams o al club de billares
Monforte. Recuerdo un domingo que ya cansado de estudiar, me fui de paseo con
los amigos de mi padre. Era divertido subir o colgarnos del 33, el tranvía que salía de la Barceloneta y
nos llevaba hasta las mismas Ramblas, siempre iba cargado de gente a rebosar. Primero
se tomaban unas copas en los billares con un par de partidas y luego, justo
enfrente, se plantaban en los portales donde unas prostitutas muy arregladas
hacían repicar sus tacones sobre el mármol de la entrada al paso de los mozos. A
mí ya entonces todos me llamaban el Santito,
porque nunca bebía alcohol ni fumaba pitillos ni puros ni nada; aunque las
chicas sí que me gustaban. Yo me pedía refrescos como la gaseosa, o tomaba cafés
sudados y se burlaban diciendo que así nunca sanaría del asma, que el tabaco
hacía calmar la tos.
Uno
de los amigos de mi padre y además un fijo de la dotación del barco, no es otro
que Vicente, un rudo pescador soltero, a quien en aquellos años ya le tiraban
los jovencitos, algunos realmente niños. Los buscaba en las colas del cine
Latino, junto al teatro Principal y el Monforte, donde los billares. Casi
siempre pasaban sesión doble de películas
muy antiguas, como Fumanchú, o cosas
así, pero los domingos el cine se llenaba de chicos, algunos acompañados de sus
padres y otros en grupo. Vicente esperaba las indicaciones de los mirones, que
hacían guardia en las taquillas observando el ganado, como decían, y él aguardaba en las filas de butacas raídas
a que algún chico se sentara a su lado y poder tantear los magreos y manosearle sus partes. A veces, tenía que cambiarse de sitio según lo viera, pero en más de una tarde salió escaldado y
magullado.
En
aquellos años de miseria los burdeles estaban a rebosar y los precios eran muy
baratos. A mí, como a todos, me tocó hacerme un hombre en las pensiones de las Ramblas.
Había que pulsar un timbre rojo para entrar, subir a una primera planta y
esperar en una sala no muy grande, con las paredes repintadas en tonos fuego o
malva, donde las disponibles aguardaban a los clientes sentadas en unos butacones
desgastados. Había mujeres de todas las edades y estaturas; algunas te sonreían
y otras te miraban pícaras lanzando besos al aire mientras se acariciaban los
pechos. Pero las más baratas estaban en las calles, desafiaban con sus tacones
los adoquines mojados y te llamaban sin disimulo. Eran las pajilleras, mujeres
apretadas que por unas monedas te lo hacían en los cines, con pulsera musical y
todo, de esas que sonaban como si portaran un cascabel al compás del magreo;
aunque entonces también tenías que pagar al acomodador para que te reservara un
sitio discreto.
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