"Conjunto vacío", de Verónica Gerber Bicecci

 


Novela y Arte, 8 de junio de 2021.

Conjunto vacío, Verónica Gerber Bicecci.

Iván de la Nuez.


Hacia 1997 me di cuenta de que el arte contemporáneo y el arte que va en paralelo a nuestras vidas, empezaba a ser objeto de la novela y en distintas publicaciones de entonces, como Lateral, Ajoblanco y otras, empecé a seguir ese rastro, como una afición sin mayor interés al principio. Compré estos libros de arte donde había obras de ficción, y empezó a ser para mí una colección imaginaria. Empezaba a haber un arte de ficción que sí era posible coleccionarlo en la marea de novelas que empezaron a tener en cuenta este arte contemporáneo. Encontré un dibujo de Artaud, hecho en papel, que tenía un mensaje que decía: “nunca real, siempre verdadero”. Me pareció el manifiesto reducido más importante que he hallado sobre el Arte. Esta frase de Artaud, que forma parte de un dibujo, ha quedado hasta hoy como un estandarte, es un manifiesto comprimido sobre el valor del arte como verdad y, al mismo tiempo, sobre la escasa virtud de relacionarlo con la realidad (o eso que asumimos como tal).

“Nunca” y “siempre”: Magnitudes rotundas atravesadas por escalas algo más ambiguas, como arte y escritura, verdad y realidad…

Casi 30 años después ya sabemos que la verdad se construye, están las fake news. Lo importante es la verdad, que no es ni ficción, ni no ficción. Estas novelas colocaban al arte en el centro de su narrativa, de sus tramas; pero lo que sí me interesó era por qué colocaban al arte en el centro de su narrativa. Uno de los novelistas que han colocado el arte por encima de sus tramas es Chesterton, en El hombre que fue Jueves. Es la fábula más interesante que se puede encontrar en un tipo de activismo político desde el arte.

Desde que Montaigne definió el ensayo como el acto de “pintarse uno mismo”; esto es, un autorretrato y una cadena de relatos”, la fundación de la literatura moderna puede jactarse de su estrecha relación, si no con el arte, al menos con el retrato. Hay una colección de arte imaginario que va desde El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, hasta Composición Nº 1, de Marc Saporta. Y esa pinacoteca encuentra acomodo en las ficciones de Gilbert K. Chesterton, Guy Davenport o Aldous Huxley. También en Chéjov y Henry James, Don DeLillo y Patrick McGrath, Michel Houellebecq y Siri Hustvedt.

El tema es que en la primera parte de todo esto yo empecé a descubrir novelas, que eran  descriptivas, que reproducen las tramas y el mundo del arte. En la primera fase, la romántica, el artista era un héroe o un antihéroe de esas tramas novelísticas; pero lo que sí hacen las últimas dos o tres décadas es complicar las cosas: comienzan a inventarse obras. Un artista en un manicomio, invención de Bolaño, por ejemplo. Y le inventa una obra también. Ya no solo es el artista sino también las obras, pero también hay que crear el sistema de relaciones que aparecen en el arte, y que hoy en día son más complejas. El arte empieza a ofrecerle a la novela un territorio, como si fuera una región imaginaria.

El arte contemporáneo coloca en otro lugar cualquier cosa, y por el mismo hecho de colocarlo, lo que hace es convertirlo en un lugar de arte. No es el lugar que está previsto o que no se le supone como lugar de arte. A fin de cuentas, el convertir el arte en trasunto literario, en las últimas décadas tiene otra connotación; se nos dice que estamos en la era de la imagen. En las películas españolas y algunas europeas y latinoamericanas, las casas tienen cuadros; en las películas norteamericanas, aparecen muchísimas casas, pero las casas tienen fotografías. Ahora, los inputs no son solo los de la escritura, el novelista no habla solo de lo que recoge de la realidad o de la tradición literaria, sino que lo visual empieza a entrar en la Literatura. Empieza a haber un nuevo espacio de escritura, desde los booktrailers hasta la literatura expandida. Ese arte en la novela la está abriendo hacia el mundo contemporáneo. Son libros de ficción, no cabe duda. Pero asimismo contienen la posibilidad real de cambiar la dinámica del arte contemporáneo al uso, activando la posibilidad de asumirlo como un género literario. Pongamos como ejemplo a Verónica Gerber Bicecci (con Conjunto vacío), y a María Gainza (con El nervio óptico).

Las 11 historias de María Gainza, por su parte, evocan al memorioso Funes, de Borges; solo que en este caso la hipermemoria de los personajes viene conectada al impacto que han tenido sobre ellos las obras de Alfred de Dreux, Cándido López, Hubert Robert, Amuchástegui, Courbet o Aubrey Beardsley. Para María Gainza, nuestro destino ya ha sido pintado en otra época, así que la vida no es más que una premonición dispuesta en un lienzo pretérito. Tan sólo tenemos que dar con el correspondiente kit de supervivencia contenido en esas obras y oxigenarnos con él aplicándonos la autodefinición de Marcel Duchamp cuando se describía como “un respirador”. De algún modo, ese arte en la novela está abriendo la novela hacia el mundo contemporáneo. Me di cuenta que de repente había todo un mundo que aparecía en esas novelas contemporáneas.

            Otro elemento del que quiero hablar es el momento en que ocurre la simbiosis entre los dos lenguajes. Una nueva generación de artistas, como Irene Solà, Alicia Kopf o Verónica Gerber Bicecci, navega entre la palabra escrita y la creación plástica. Ya no son novelistas que hablan sobre el Arte, ni siquiera son artistas que, de algún modo, hacen versiones o adaptaciones de libros al cine o al museo, sino que surge una generación de escritoras que también son artistas. Hacen narraciones visuales, saben cómo colocar el arte en una novela. Por ejemplo, Valérie Mréjen, artista francesa, que se maneja por igual en el mundo del arte y de la literatura. Irene Solá, artista y escritora de éxito, sus obras han ido a la galería del museo, a la ficción y al teatro. Lo que está pasando es más que el síntoma de una ruptura de fronteras creativas en los lenguajes que estaban destinados a soportes a géneros. Dentro de la Literatura hay una ruptura de fronteras entre el arte y la novela. Estas novelistas despliegan su arte en el dibujo, la fotografía, el vídeo, la pintura, la instalación, la performance, el cine o el teatro. Y todas confirman, si no una tendencia, al menos una evidencia. Una marea que crece como un síntoma al que no hace falta inflar como un canon (o un anticanon). Además del dato más o menos noticioso de zigzaguear entre los dos mundos, estas autoras comparten un idioma que es arte y es literatura, pero que está a punto de convertirse en otra cosa.

            Joan Fontcuberta arrastra las variaciones de un Blow Up múltiple en el que se cruzan Queco Larraín, Julio Cortázar, Antonioni o Brian de Palma. Es una historia de la era de la imagen, es una historia de la tecnología. Y Stan Douglas asume una enésima versión de Memorias del subdesarrollo, de Edmundo Desnoes, y la convierte de paso en pieza de museo. Hay unos lenguajes que se auxilian unos a otros para crear.

Y ahí es donde descubro a esta artista mexicana, Verónica Gerber Bicecci, y su Conjunto vacío. Crea una historia, una trama, una novela con muchas capas. En la primera habla de una madre que desaparece y llena de incógnitas toda la novela. Reconstruye la herencia fragmentaria de una ausencia para la que no encuentra explicación. La segunda capa es la historia de una estudiante de arte a la que ese arte ya no le sirve, para la vida.

 La novela es una continua indagación a la pregunta de cómo se cuenta una historia. Puede ser con dibujos, cartas, postales, anuncios, poemas. De ahí esa “metodología del olvido” en la que también se invierten las tornas y en la que el arte se comporta como una experiencia angustiosa en la que vale más lo malo desconocido que todo lo bueno por conocer. El conjunto vacío que aquí se aborda es, literalmente, un dibujo en tiempo real de una escuela de arte que corre paralela a una escuela de vida. Verónica Gerber no incorpora el arte sino los mecanismos interiores del arte. El problema es el cómo, es una muestra de una escritura que se adueña de los mecanismos del arte para hacer literatura. No es arte ni Literatura. Es un tercer lenguaje simbólico que va a marcar el siglo XXI.

Lo que han hecho estas novelas es convertir al arte en un género literario y lo que han hecho estas narrativas visuales es convertir la Literatura en un género artístico. Y de ahí viene el libro, la exposición, el arte, el lenguaje...

Muchas gracias.


Iván de la Nuez es ensayista, crítico y autor nacido en La Habana en 1964. Ha sido jefe del departamento de Actividades Culturales del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona y director de Exposiciones en La Virreina Centre de la Imatge. Ha publicado, entre otros libros, La balsa perpetua (1998); El mapa de sal (2001); Fantasía Roja (2006); El comunista manifiesto (2013) y Teoría de la retaguardia (2018).

También ha sido comisario de diferentes exposiciones, como La isla posible (1995); Inundaciones (1999); Parque humano (2002); Postcapital (2006); La Crisis es Crítica (2009); Atopía. El arte y la ciudad en el siglo XXI (2010); Iconocracia (2015), Pintar contra el tiempo (2018) y Nunca real / Siempre verdadero (2019) y La utopía paralela (2019).




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