El efecto Walser



 

Robert Walser

Berlín y el artista

Traducido por: Isabel García Adánez

Prólogo de: Thomas Hirschhorn

Sello: Siruela. Colección: Libros del Tiempo 392

ISBN: 978-84-18245-89-3

El efecto Walser

Leer a Walser es el sosiego. Cada uno de los libros que he leído de Robert Walser han sido un bálsamo para mi estado de ánimo, han causado un efecto parecido al de sumergir la cabeza bajo el agua, cuando se hace un silencio inmediato y solo escuchamos un mutismo que paraliza. Hoy he tenido algunas ideas, todas inspiradas por la lectura de Berlín y el artista, en edición de Siruela, de nuevo un descubrimiento. El prólogo, de Thomas Hirschhorn, y el primer texto de Walser sobre el paseo por un pequeño lago han provocado un leve estremecimiento; no ha sido gran cosa, pero he recibido esta revelación como si de un gran acontecimiento se tratase.

“Hace una mañana fresquita y me echo a caminar desde la gran ciudad, con su famoso gran lago, en dirección a ese lago pequeño y casi desconocido”.


De nuevo algunas referencias que me hacen reconocer a Walser: la idea del paseo, la búsqueda de lo pequeño, lo insignificante como bello, los conceptos de éxito y de fracaso, el sentido último del trabajo del escritor, las teorías del arte y la representación, la función del teatro, la belleza de la naturaleza,...


        Berlín y el artista recoge una selección de textos en prosa, con o sin trama argumental, breves o muy breves algunos de ellos, con forma de artículo de opinión o de simples apuntes. Esto nos recuerda el prólogo:

Todos los textos que comprende esta antología son imprescindibles, y en todos ellos se hace valer un significado propio más allá de lo significativo.”

   

    La obra de Walser muestra hechos simples de la vida diaria y transmite la sensación de admiración y asombro que le producen. Siempre en busca de lo mínimo, de aquello que tiene mucha menos importancia. Y siempre, la sorpresa que le produce lo que ve, el deslumbramiento.

     La originalidad de la obra de Walser radica en el extrañamiento, en lo diferente, en la inocencia ante un mundo que, en cada paseo, parece revelarse ante él por primera vez. Su capacidad de asombro es infinita, ya sea ante seres vivos, oficios, objetos, construcciones, olores, sonidos, paisajes; todo lo cautiva. Todo es ternura en este escritor, todo delicadeza.


Robert Walser nació en Biel, Suiza en 1878, en una familia de pastores protestantes. De formación autodidacta, estudió en una institución a la que hace referencia su novela más conocida, Jacob von Gunten, de 1909.

“Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada; es decir que el día de mañana seremos gente muy modesta y subordinada”

    El protagonista se ha marchado de casa para ingresar en el instituto y a partir de ahí, anularse y llegar a ser lo mínimo. Su personalidad le hace respirar solo en las regiones inferiores donde reina lo nimio, lo anónimo.

    Lo que seduce al lector es un no sé qué, difícil de explicar, pero que tiene mucho que ver con la voz y; en menor medida, con el tono de lo narrado. La voz que narra en los textos de Walser habla consigo misma. La sensación de plenitud que experimenta esconde a su vez, cierta angustia, un vago desasosiego, muchas veces de tono melancólico y otras, pintada de suave sarcasmo, aparece la ironía. La voz se eleva por encima del emisor.

        Aunque algunos tienen nombre, los personajes que deambulan por estos textos son casi anónimos, nombrados en genérico: el escritor, la condesa, un pintor, un poeta joven, nuestro viajero, el viajante de delantales (“¡Qué hermosa rama!”). Más parecen apuntes de un boceto, intervienen brevemente y sirven como ejemplo a las afirmaciones del texto. En efecto, estos textos reivindican un sentido propio, por encima del contenido o del significado, tal y como afirma Thomas Hirschhorn en el prólogo.

En el texto “Un pintor” el narrador reproduce las páginas del cuaderno de un artista, pero lejos de darle importancia por la calidad de su estilo o de las ideas sobre arte que contiene, apunta que lo más importante es “lo que se lee entre líneas, lo puramente humano.” Y casi sin proponérselo, todo el relato es una declaración de intenciones:

Yo no podría ser poeta, porque amo la naturaleza de un modo demasiado visceral, y solo la amo a ella. Un poeta, en cambio, tiene que dar cuenta, principalmente del mundo y de los seres humanos. Por cierto, soy consciente de esta modestia mía, susceptible hasta lo enfermizo. Eso me tranquiliza.

En “El escritor”, Walser hace caricatura de las muecas y los gestos de un escritor en su rutina creativa, nos muestra las dos caras del personaje: como mero intérprete reproductor de experiencias, pero también como aprendiz de humildad (bendita palabra que me lleva siempre a Robert Walser). Y es entonces cuando adquiere calidad de “héroe” porque “El escritor vive todas las vidas en sus percepciones: es trabajador de carretilla, mendigo, general, posadero, camorrista, cantante, estafador, triunfador bailarina, madre, criatura, querida, padre… “ Y cierra el texto con una enumeración de imágenes, antítesis y metáforas del escritor, que lo ensalzan para acabar diluido él mismo en los otros en todos.

En el texto “Una bofetada y más cosas”, el ritmo se acelera. El narrador opina, encadena anécdotas, frases e ideas aparentemente inconexas que nos descubren visiones impensables sobre objetos, matices reveladores de maneras de ser y de estar. Nos habla del buen humor, de la timidez y de la modestia enfermiza, de figuras históricas como Lenin o Cristo, a los que más allá de asociarlos respectivamente a la vida en sociedad y a la vida espiritual, los abandona en mitad de un párrafo y dice: 

“Voy a hablar de otra cosa, pues me parecería una pérdida de tiempo abundar en esto." 

Así, salta de tema en tema, o en detalles puramente insignificantes, en pleno divagar, deambular por los hilos de la memoria como si lo hiciera físicamente por un sendero en el que el caminante se distrae con todo aquello que ve o le conmueve del paisaje.

En el texto que cierra el volumen de Siruela, “Mis afanes”, intenta un “conato de semblanza de mí mismo”. Habla de la evolución de su trayectoria como escritor y reconoce que 

Con el tiempo, me he convertido en un motivo para dar que pensar a mis editores.” 

Al final, termina con una declaración de intenciones que tal vez resuma y contenga el secreto del efecto Walser en el lector:

“Cuando, en ocasiones, me he lanzado a escribir de manera espontánea, es posible que ello le resultara un poco raro a la gente seria de verdad, pero he querido experimentar en el terreno del lenguaje con la esperanza de que el lenguaje albergara el latido de alguna vida desconocida de la que fuese un placer despertar.”

 

 






 

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