Había un cielo maravilloso
Vuelvo a la lectura de las Cartas a Katherine Whitmore del poeta Pedro Salinas, en la edición de Enric Bou (Tusquets Editores). Vuelvo a ellas cada vez que siento vértigo y me envuelve la melancolía. La recompensa es inmediata, me hace pensar en la figura del interlocutor verdadero, añorado desde la primera edad, que Carmen Martín Gaite desvela en El cuento de nunca acabar, ese que se aparta de los falsos interlocutores que nos obligan a la narración forzada. Todo en estas cartas de amor de Pedro Salinas a Katherine es verdadero, incluso el universo cerrado y clandestino creado por ellos.
En una de las primeras cartas manuscritas, Salinas describe de manera intimista el momento del día al que califica de “Entrada al milagro”. Y yo siento cierto alivio ante el vértigo cuando el texto despliega toda su capacidad de espejo:
Madrid, 7 de agosto de 1932
Indecisión de luces y sombras. La misma hora en que bajamos la escalerilla, entre el día y la noche, en ese momento que tanto me conmueve. ¿Sabes por qué? Porque es una hora en que parece que todo va a dejar lo que es. Las formas de la naturaleza, árboles, masas, líneas, pierden su contorno exacto, se desdibujan, se revisten de apariencias nuevas. La noción de las distancias y de los tamaños se altera. Y todo parece estar escapando de lo que fue de día, de la obligación de ser como se es. Así, Katherine, dos seres humanos en esa hora dejaban también de ser lo que eran, se hundían en lo indeciso de la noche, perdían la idea de las distancias, de las realidades, inventaban una realidad nueva. Los deberes del día, los nombres, los quehaceres, todo quedaba atrás, borrado, perdido, como las líneas de la montaña, en la gran vaguedad nocturna. (...) Por esa escalerilla, en esa hora se salía del mundo de “lo todo posible”. ¡Entrada al milagro! Todo en ese momento descansa, se liberta de su jornada. Permiso para la fantasía, todo puede ser verdad.
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