"Memorias de Adriano", de Marguerite Yourcenar
Adriano, el buscador de belleza.
Algunas veces sucede que el reencuentro con una lectura te sorprende en horas bajas y te atrapa de una manera nueva, muy distinta. Ahora, la casualidad me ha llevado a Marguerite Yourcenar y su novela, Memorias de Adriano (1951), en la edición traducida por Julio Cortázar en 1955. Y ahí, en sus páginas, me he plantado en busca de respuestas a preguntas nuevas, esas que llegan con la edad, y que vienen a dar la razón al propio emperador cuando, en estas memorias imaginarias, declara: “La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana. En cambio, posteriormente, la vida me aclaró los libros.”
Pues eso.
La novela narra en primera persona la vida de Adriano, emperador romano entre los años
117 y 138, pero más allá de la reconstrucción histórica, la obra nos
interpela sobre el sentido de la existencia. Escrita en forma epistolar, es una
larga carta dirigida a Marco Aurelio, su sucesor, que le sirve a Adriano como
pretexto para narrar su historia:
“Ahora
me propongo más: tengo intención de contarte mi vida.(...) Ignoro las
conclusiones a que me arrastrará mi narración. Cuento con este examen de hechos
para definirme, quizá para juzgarme, o por lo menos para conocerme mejor antes
de morir.” (Yourcenar, 1989: 19)
Consta
de seis capítulos y el primero de ellos ya contiene esta declaración de
intenciones. Lleva por título, “Animula vagula blandula” (Mínima alma mía,
tierna y flotante), verso del poema fúnebre que además aparece al
final a modo de cuadratura del círculo, cerrando la novela.
Adriano reflexiona en el final de su vida, a
los sesenta años y enfermo, cuando empieza a tener conciencia de que se acerca
la muerte, sobre el sentido de su existencia:
“He
llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota
aceptada”.
Propone
una relación de todas aquellas experiencias que han marcado su vida y a modo de
balance, expone sus renuncias y anhelos, los fracasos y los aciertos, tanto en
lo público como en lo privado. Pretende una valoración, un diagnóstico, y así
lo indica:
“Como
todo el mundo, solo tengo a mi servicio tres medios para evaluar la existencia
humana: el estudio de mí mismo, que es el más difícil y peligroso, pero también
el más fecundo de los métodos; la observación de los hombres, que logran casi
siempre ocultarnos sus secretos o hacernos creer que los tienen; y los libros,
con los errores particulares de perspectiva que nacen entre sus líneas.” (19)
Adriano no busca consuelo en lo divino
sino en experiencias vividas, soñadas o recordadas. La voz que narra indaga
sobre la existencia con valores como el poder, el peso de la Historia y la
Filosofía, pero también el amor, la familia, la amistad o el Arte, contemplados
con una mirada helenizada siempre en búsqueda de la belleza y la grandeza
moral.
En uno de los paratextos que
acompañan la novela, los Cuadernos de
notas a las “Memorias de Adriano”, Marguerite Yourcenar comparte con el
lector la frase que le inspiró para caracterizar a un personaje histórico como
Adriano. Se trata de una cita de la correspondencia de G. Flaubert:
“Cuando los dioses ya no existían y
Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco
Aurelio, en que solo estuvo el hombre.” Gran parte de mi vida transcurriría en
el intento de definir, después de retratar, a este hombre solo y al mismo
tiempo vinculado con todo.” (Yourcenar, 1989: 207)
Ese momento único en el que el ser
humano, emancipado de la divinidad, es de alguna manera dueño de su condición y
destino, es donde situamos al personaje de Adriano, anciano y enfermo pero en
completa lucidez hasta el final y complacido por no haber conocido “esa atroz
ausencia de deseos”.
Qué bella la cadencia de la prosa de
Julio Cortázar, considerada como un clásico en el ámbito de las traducciones.
Adriano, el buscador de belleza, nos deja al final un alentador consuelo ante
la muerte:
“Mínima alma mía, tierna y flotante,
(...)
Todavía un instante miremos juntos las
riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver…Tratemos de
entrar en la muerte con los ojos abiertos…” (Yourcenar, 1989: 201)
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