"El vuelo de la celebración", de Claudio Rodríguez

 



 “Perdona lo que te voy a decir, pero tú no volverás a escribir más. Tu caso va a ser parecido al de Rimbaud”.

 

 Con estas palabras remitidas a Claudio Rodríguez (Zamora, 1934-Madrid, 1999), Vicente Aleixandre expresa el impacto que causó en el panorama literario del 53 el primer libro del poeta zamorano, El don de la ebriedad. Respecto al poemario, Aleixandre añade una nueva certeza: “Su ebriedad no puede ser más lúcida”. Fue un libro engendrado al ritmo de la respiración al caminar, un ritmo de carácter personal, nutrido por la tradición métrica aprendida por el escritor. La musicalidad y cierto tono irracional serán constantes a lo largo de su trayectoria poética. Y en esos aprendizajes encontramos ya el eco de la poesía como un don para expresar la euforia ante la claridad. Con El don de la ebriedad Claudio Rodríguez ganó el premio Adonais, a los diecinueve años, en medio de su licenciatura en Filosofía y Letras en la Complutense de Madrid. El premio le otorgó para siempre un lugar en la historia de la literatura. Eran los años cincuenta y el realismo social despuntaba entre sus contemporáneos y en buena parte de la poesía española; sin embargo, los versos de Claudio Rodríguez siempre anduvieron por otros caminos.

Carlos Bousoño insiste en destacar lo que aporta de novedad la voz del poeta: “La originalidad de las imágenes de Claudio Rodríguez puede combinarse, por supuesto, y coexistir pacíficamente, con muchas de las libertades irracionalistas propias de la época contemporánea, muy usadas por este poeta (y no solo en su primer libro).” (Bousoño, 1981: 292)

En 1958 publicó su segundo libro de poemas, Conjuros, y trabajó como lector de español en Inglaterra durante ocho años, primero en la universidad de Nottingham y luego en la de Cambridge. Allí escribió Alianza y condena, (1965), premio de la  Crítica de ese año. En 1963 fue incluido en la antología "Poesía última", de Francisco Ribes, donde también aparecían poemas de Eladio Cabañero, Ángel González, José Ángel Valente y Carlos Sahagún, autores que conformaron (según los teóricos) junto a Rodríguez, el grupo poético del 50.

De vuelta en España se dedicó a la docencia universitaria y publicó, tras once años, su cuarto poemario, El vuelo de la celebración (1976). En otro largo paréntesis entre poemarios, le llegaron premios importantes como el Nacional de Poesía (1983), el Premio Castilla y León de las Letras (1986), el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1993). Y a los quince años de salir a la luz El vuelo de la celebración, publicó su último libro, Casi una leyenda, en 1991, ocho años antes de su muerte. En 1987 fue elegido miembro de la Real Academia Española, en la que ingresó cinco años después con un discurso sobre la poesía de Miguel Hernández. En 1993 recibió el Premio Príncipe de Asturias. Claudio Rodríguez murió en Madrid el 22 de julio de 1999. Dejó incompleto un libro de poemas: Aventura.

Al adentrarnos en El vuelo de la celebración como en territorio inexplorado, como si fuera la primera vez, con el barniz que da el distanciamiento en el tiempo, hemos descubierto versos luminosos, con secuencias de lo real reducidos a un instante: ”las suaves cabriolas de una hoja de periódico,/ las piruetas de un papel de estraza, /las siluetas de las servilletas de papel de seda,/ y el cartón con los pies bobos.  Un poema sobre los papeles que vuelan por la calle en el que el propio lenguaje adquiere el ritmo, y las palabras mismas, más que captar el instante, lo crean. Es el logro máximo de la creación poética para Claudio Rodríguez.

El vuelo de la celebración es un poemario dividido en cinco secciones en el que vuelve el sentimiento de plenitud, vuelve la luz a través de un proceso ascensional que se vislumbra en el título, en el sentido del vuelo como imagen de elevación. Poemas de captación de instantes, de las cosas y las personas en su cotidianidad, pero que no se quedan en lo meramente figurativo sino que participan del momento real; y a su vez, de la experiencia poética de esa realidad y de las cosas a través del lenguaje. Muchas veces Claudio Rodríguez ha explicado su concepción de la poesía. El poeta intenta crear la realidad y para ello, lo primero es la palabra, luego con ella empezar a nombrar la naturaleza. Es el poder hacedor del lenguaje. Que la palabra (el lenguaje, el estilo, la sintaxis) se acerque al objeto del poema hasta que su personalidad se diluya y logre transformarse en el objeto poético mismo. No cabe duda entonces de que estamos frente a una concepción simbólica de la poesía que pudiera derivar en la pura abstracción críptica. Sin embargo, nada más lejos de la intención poética de Claudio Rodríguez, capaz de mantener la tensión y el equilibrio para no caer en el hermetismo. En palabras de Fernando Yubero: “La aventura poética de Claudio Rodríguez consiste, en fin, en una peculiarísima iluminación simbólica de lo real a través del lenguaje; un intento de desvelar la verdad que se oculta tras la realidad aparencial de las cosas.” [1] En las corrientes simbolistas francesas ya aparece la visión del mundo como sistema de correspondencias y buscan lo esencial de las palabras, palabras como puentes para nombrar el misterio, con el ritmo y la musicalidad que envuelve la frontera entre lo real y lo imaginario, que se resuelve en expresiones metafóricas e irracionales.

Ese “desvelar la verdad que se oculta tras la realidad aparente” al que alude Yubero nos da la clave para rastrear la tradición que ha elegido el poeta, el camino del simbolismo. El propio poeta habla de “afinidades selectivas”, en alusión a Goethe, para referirse a los ecos de la tradición en su quehacer poético. El símbolo es el vehículo para significados universales y lo tenemos en Juan Ramón Jiménez, en Antonio Machado, en Federico García Lorca, en Jorge Guillén, entre otros, y también se halla en los poetas modernos enmarcados en el amplio grupo del 50. Y si de “afinidades” se trata, en la poesía de Claudio Rodríguez se advierten con Santa Teresa y San Juan por la propensión ascensional, con Antonio Machado por los apuntes del natural y cierta actitud ética;  con los poetas del 27, entre otras: la idea de júbilo (Guillén), la creación de la metáfora irracional y la indagación sobre formas de expresión poética renovadas a partir del simbolismo. Pero las “afinidades” se extienden además, en un ejercicio de sincretismo, a los poetas españoles de posguerra, por el interés en lo cotidiano y el uso de un lenguaje coloquial; también a las lecturas de escritores ingleses como Wordsworth, Coleridge, Dylan Thomas. Y al fondo, la lectura de Baudelaire, de Rimbaud y de los simbolistas franceses, con su estallido de luminosidad.

En la tradición simbolista, se precisa una correspondencia esencial entre el poeta y la naturaleza, que en El vuelo de la celebración se manifiesta en el viento, en la arena, en el cielo, en el nido, en el otoño.. y otros elementos de la naturaleza, desde el más humilde, como la amapola o la arena, hasta el más insistente, el viento, que en su rumbo ascensional alcanza la claridad. Los poemas de la segunda sección del libro son los que mejor representan este simbolismo. Pero El vuelo de la celebración es un libro de polifonías y de contraste;  emociona la tensión entre el dolor y la belleza. Dolor en la sección primera del libro, “Herida en cuatro tiempos”, que alude a un suceso acaecido en 1974: el brutal asesinato de la hermana pequeña del poeta, María del Carmen, en un crimen pasional. La poesía como consuelo, como testimonio y sedimento de la experiencia. En el primer poema “Aventura de una destrucción”, no existe elevación, y el campo semántico es sombrío: “escombro”, “destrucción”, “pesadilla”, o “daño” que poco a poco, a través del recuerdo y la imagen del niño, se irá reorientando hacia la luz y la salvación. En la tercera parte del poemario, compuesta por nueve poemas, volvemos a las correspondencias de la segunda sección; pero si allí se trataba de elementos de la naturaleza como la arena o el viento; ahora los referentes son abstractos: el miedo, la inocencia, y la contemplación que deriva en episodios reflexivos. Isotopías de impresiones sensoriales: “boca”, “manos acariciadoras”, hasta el sentido del gusto, con la metáfora del sol como naranja jugosa en “La ventana del jugo”, cromatismo (ocre amarillento, luz olvidadiza y cárdena), sinestesias (el olor del cielo, el aroma de la claridad). Y en el poema “Una aparición”, el reconocimiento en los otros. Es la descripción de un viejo mendigo, el rey del humo, como metáfora de lo poético. En el último apartado del poemario predomina la intimidad y el simbolismo del amor, la amada como objeto poético, su cuerpo, la distancia en horizontal y la noche. Serenidad, equilibrio y plenitud en espacios de trascendencia en los últimos poemas.

            Tras las lecturas y la indagación sobre la compleja estructura del poemario, constatamos que Claudio Rodríguez es dueño de un imaginario propio, sin artificiosidad, capaz de “develar” lo que se oculta tras lo real; una poética que lo pone en fuga del empeño de las antologías en enmarcar a los poetas en grupos. La poesía de Claudio Rodríguez es referente imprescindible, con rasgos distintivos propios, en la evolución de la poesía española del siglo XX.


 



[1] Fernando Yubero Ferrero, “Semblanza Crítica de Claudio Rodríguez”. Portal de Claudio Rodríguez en la BVMC, https://www.cervantesvirtual.com/portales/claudio_rodriguez/semblanza/

 


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