La degradación: "Desgracia", de J.M. Coetzee
Figuras
de la santidad moderna, 22 de diciembre de 2022.
La
degradación: Desgracia, de J.M.
Coetzee
Ignacio Echevarría.
Buenas tardes.
Esta es la última sesión de este extraño curso, un curso
experimental que ha servido para perfilar algunas intuiciones sobre esta
categoría difusa que es la de la santidad laica o profana en el mundo moderno.
Hoy cerramos el curso con una sesión sobre un personaje novelesco que es el
protagonista de Desgracia, de
Coetzee. Se trata de David Lurie, un personaje estrictamente contemporáneo que
vive el mundo de ahora, muy parecido al nuestro, No es un personaje ejemplar,
ni siquiera es un personaje excéntrico. Es un hombre de la calle y postularlo
como un santo laico requiere un ejercicio habilidoso de discurso.
J.M.
Coetzee (1940) es uno de los grandes narradores contemporáneos y uno de los que
mejor ha abordado una experiencia universal, la del envejecimiento. Sus últimas
novelas, desde los años 90, están pobladas de ancianos que se enfrentan a la
muerte con una revisión ante la vida. Los apetitos se apagan, la castidad se
impone, las pasiones se atenúan. Muchos de los atributos del santo (la
frugalidad, la severidad, la soledad, la tranquilidad) son atributos que se le
imponen al anciano. Nuestra sociedad ha consagrado la juventud como modelo y
por lo tanto hay una resistencia a admitir el envejecimiento. El santo es el
que se aparta del mundo y lo cierto es que el mundo moderno se aparta del
anciano, excluye la vejez. En la medida en que el anciano es un individuo que
ha adquirido sabiduría, también entonces está en condiciones de actuar más
sabiamente, fuera de la lógica del mundo que lo aparta.
La edad de hierro
Coetzee
ha explorado con particular lucidez y radicalidad las relaciones entre padres e
hijos cuando los primeros sienten que su vida entra en un declive definitivo.
La primera novela donde trata el tema es La
edad del hierro, de 1990, que parece formar parte de un mismo territorio
moral que Desgracia y que está
haciendo variaciones sobre un mismo tema. Aquí, la protagonista es una anciana
a la que le acaban de diagnosticar una metástasis con un pronóstico de pocas
semanas de vida. Vive sola en una zona residencial de Ciudad del Cabo. Tiene
una hija única que huyó hace tiempo de Sudáfrica, renegó de la violencia
salvaje del país en los años 80-90 y se instaló en Estados Unidos, donde ha
fundado una familia. La anciana le escribe una carta-testamento a su hija: “Palabras salidas de mi cuerpo, gotas de mí
misma”.
La carta
comienza relatando el encuentro con un pordiosero que se ha instalado con su
perro junto a la casa de la anciana. Ella piensa que es un ángel que ha venido
para llevarla hacia la muerte y se le aparece como un negro heraldo de su
agonía inminente. La relación que establece con él actúa de correlato de la que
ella misma establece con su propia muerte.
Ella observa la realidad que la rodea; por ejemplo los niños, hijos de
la asistenta, están metidos ya en el engranaje de violencia de Sudáfrica, con
armas y actos vandálicos (matanzas, incendios). Y reacciona ante eso con
espanto, desapego y alejamiento. Este mundo le horroriza, entiende que la
violencia no es la solución. Descubre que la solución sería la bondad y el
amor, cree que el error está en la educación, que no debe estar basada en el
odio. Es una novela muy fúnebre, sin luz, sin humor ni risa. Describe la carta
como una tanatofonía. El personaje, que es de un patetismo salvaje, está lleno
de una grandeza moral que le concede la aceptación de su humillación y la
comprensión de lo que está ocurriendo. Acoge al anciano pordiosero en su casa y
al final acaba siendo la persona con la que duerme para darle calor. “Uno tiene que amar lo que tiene más cerca,
lo que tiene a mano, que es como aman los perros”.
La vergüenza le permite mantener la dignidad ante la
degradación física y mental. La grandeza moral del personaje se traduce en
estas palabras: “Siempre luché por el
honor”
Desgracia
Nueve
años después de la publicación de La edad
de hierro escribe Desgracia,
novela que decantó el premio nobel para Coetzee. El protagonista es David
Lurie, 52 años, es profesor de Comunicación.
De su profesión, el narrador en tercera persona dice:
“Sigue
dedicándose a la enseñanza porque le proporciona un medio para ganarse la vida,
pero también porque así aprende la virtud de la humildad, porque así comprende
con toda claridad cuál es su lugar en el mundo”.
Su hija, Lucy, se ha ido a vivir a un extremo del país, a
una granja en la que cultiva y cuida perros de otras personas. David Lurie
tiene resuelta su vida sexual con las visitas semanales a una prostituta con la
que mantiene una relación cordial y de cierto afecto. Pero tras un encuentro
fortuito con Soraya y sus hijos, ella se aleja definitivamente del profesor.
El narrador, una voz cínica que cuenta con poca
explicitación, nos dice cómo sucumbe a los encantos de una joven alumna de
veinte años, a la que medio seduce y posee con su resistencia, es casi una
violación. Es una escena dura para el lector. Él sabe que lo que hace está mal
pero establece un juego de atracción y finalmente las autoridades le llaman la
atención y le consta que ha sido denunciado. Se debe enfrentar a un tribunal
pero no admite su culpabilidad, que es una pulsión de su fuero interno y que
escapa al juicio moral de los presuntos jueces. Lurie se enquista en la
negación y la consecuencia es la expulsión de la universidad y la pérdida de
todo crédito moral, porque el asunto trasciende a la prensa. Se convierte en
una especie de apestado.
David Lurie retoma entonces un viejo proyecto literario
(escribir un libro sobre Byron) y decide ir a pasar unos días con su hija Lucy
en la granja. Llega y encuentra a su
hija sola, abandonada por su pareja, y dedicada a cuidar perros de otros. Padre
e hija se quieren, pero la relación es tensa, no tienen la práctica del amor ni
de la compañía. Todos los temores del padre se cumplen cuando un día entran
unos desconocidos y en una tarde de violencia implacable, le dan una paliza, lo
encierran e intentan quemarlo, y violan a su hija. Se crea entonces entre padre
e hija un tabú y él quiere que Lucy denuncie. Ella no se quiere ir sino que
asume la situación y esto le obliga a él, que no entiende a su hija, a
aceptarlo.
La novela es un proceso de aceptación de unas
circunstancias inadmisibles. Implica aceptar la propia condición de hombre
tocado, una situación de vergüenza y deshonor porque decide acompañarla y jugar
con su reglas. Habla de una necesidad de comprender lo incomprensible y de
aceptar lo inaceptable. Pero la aceptación en este caso, no supone la
aprobación. Es difícil entender a la hija, porque sus violadores se convierten
en vecinos y acaba conviviendo con ellos. Está en el mecanismo de la vida y el
padre tiene que aceptarlo.
Surge el amor a la hija y surge el amor hacia los
animales. David acepta trabajar en una tienda de animales de una amiga de su
hija. La ayuda en el trato a los perros pero los abandonados deben ser
sacrificados. Acepta que su trabajo sea llevar a los perros a la muerte y luego
sus cadáveres al crematorio. David se encariña de uno de los perros, pero
este cumple el plazo para ser
sacrificado y David renuncia entonces a él. Las últimas frases de la novela:
“Llevándolo
en brazos como si fuera un cordero, vuelve a entrar en el quirófano.
-Pensé
que preferirías dejarlo para la próxima semana -dice Bev Shaw-. ¿Vas a
renunciar a él?
-Sí, voy
a renunciar a él.”
El
personaje aprende a renunciar y a aceptar, sin aprobar. Renuncia y aceptación.
Elizabeth Costello (2003)
Es el libro en que Coetzee
reúne ocho “lecciones” que tienen por protagonista a esta escritora inventada
por su imaginación precisamente para “encarnar” algunas de sus ideas. Entre los asuntos que
preocupaban a Elizabeth Costello destaca “la vida de los animales”, el trato
que estos reciben por parte de los humanos, la denuncia de las vejaciones, y
torturas de que son objeto. Estas cuestiones ocupan también el primer plano de
su atención, al lado de las relativas al envejecimiento y a la forma en que,
llegada a la ancianidad, le cabe a una mujer como Costello enfrentar la muerte,
sin plegarse a los planes que sus hijos hacen para atenderla y cuidarla.
Coetzee intuye que su
animalismo lo aproxima a una suerte de reaccionario anti humanismo y por eso
escoge para encarnar sus ideas a una anciana llena de dignidad confundida. Para
justificar su conducta con una gata a la que recogió en su casa, Costello le
dice a su hijo que actuó “sin cuestionar
nada, sin remitirme a ningún cálculo moral”.
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