Paul Auster y una teoría sobre El Quijote
Paul Auster, La trilogía de Nueva York
ANAGRAMA. 2008.
Traductora: Maribel de Juan
Colección: COMPACTOS. Número: 473
En la primera de las novelas que
forman La trilogía de Nueva York, Ciudad de cristal, de Paul Auster (Nueva
Jersey, 1947) aparece una hipótesis sorprendente y audaz sobre la autoría del Quijote. Todo en este relato es
metaliterario, un juego de espejos, de narradores y personajes que transforman
su identidad y de la intervención del azar como motor de la historia. Así que
intentaré desenredar el ovillo con la mayor claridad posible:
En la escena en cuestión asistimos a un diálogo que un Paul Auster
escritor (que es, a su vez, personaje de la novela), mantiene con Quinn,
protagonista y también escritor, aunque de novelas de misterio firmadas con el
pseudónimo de William Wilson. Quinn confiesa al propio Paul Auster haber
suplantado a un tal Paul Auster, de la Agencia de Detectives Auster. Quinn visita a Paul Auster, (autor convertido
aquí en personaje), y este le revela el tema del artículo en el que está
trabajando: un ensayo especulativo sobre quién escribió y cómo escribió el Quijote. Ante la sorpresa de su
interlocutor, Paul Auster precisa que se trata “del libro dentro del libro que
Cervantes escribió”.
Seguimos, pues, en la dimensión extraordinaria de la metaliteratura.
Así, si en las primeras líneas de la
novela de Cervantes, un narrador omnisciente deja clara la no voluntad de
concretar el nombre del mítico “lugar de a Mancha”, también se nos presenta
como alguien que dispone de unos datos externos (primer manuscrito hallado), de
unas fuentes históricas que concreta como “los autores que deste caso escriben”
y que presentan diferencias en cuanto al nombre del hidalgo (Quijada o Quesada).
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(Cita de las páginas 108 a 111)
Auster se mostró algo reticente, pero al fin reconoció que
estaba trabajando en un libro de artículos. El que estaba escribiendo en aquel
momento versaba sobre Don Quijote.
-Uno de mis libros favoritos -dijo Quinn.
-Sí, mío también. No hay nada comparable. Quinn le preguntó
por el ensayo.
-Supongo que podría considerarse especulativo, ya que en
realidad no pretendo demostrar nada. De hecho, está escrito irónicamente. Una
lectura imaginativa, supongo que podríamos llamarlo.
-¿Cuál es su tesis?
-Principalmente tiene que ver con la autoría del libro.
Quién lo escribió y cómo lo escribió.
-¿Hay alguna duda?
-Por supuesto que no. Pero me refiero al libro dentro del
libro que Cervantes escribió. El que imaginó que estaba escribiendo.
-Ah.
-Es muy sencillo. Cervantes, no sé si lo recuerda, se
esfuerza mucho por convencer al lector de que él no es el autor. El libro,
dice, lo escribió en árabe Cide Hamete Benengeli. Cervantes describe cómo
descubrió por azar el manuscrito un día en el mercado de Toledo. Contrató a alguien
para que se lo tradujera al castellano y después se presenta a sí mismo
únicamente como el corrector de la traducción. De hecho, ni siquiera puede
garantizar la exactitud de la traducción.
-Y sin embargo luego dice -añadió Quinn- que la de Cide Hamete
Benengeli es la única versión auténtica de la historia de don Quijote. Todas
las otras versiones son fraudes, escritas por impostores; insiste mucho en que
todo lo que se cuenta en el libro sucedió realmente.
-Exactamente. Porque, después de todo, el libro es un ataque
a los peligros de la simulación. No podía fácilmente presentar una obra de la
imaginación para hacer eso, ¿verdad? Tenía que afirmar que era real.
-Sin embargo, siempre he sospechado que Cervantes devoraba
aquellos viejos libros de caballería. No puedes odiar algo tan violentamente a
menos que una parte de ti lo ame también. En cierto sentido, don Quijote no era
más que un doble de Cervantes.
-Estoy de acuerdo. ¿Qué mejor retrato de un escritor que
mostrar a un hombre que ha quedado embrujado por los libros?
-Precisamente.
-En cualquier caso, puesto que se supone que el libro es
real, de ello se deduce que la historia tiene que estar escrita por un testigo
ocular de los sucesos que en ella ocurren. Pero Cid Hamete, el autor
reconocido, no aparece nunca. Ni una sola vez afirma estar presente cuando los
sucesos tienen lugar. Por lo tanto, mi pregunta es ésta: ¿quién es Cide Hamete
Benengeli?
-Sí, ya veo adónde quiere ir a parar.
-La teoría que planteo en el artículo es que en realidad es
una combinación de cuatro personas diferentes. Sancho Panza es el testigo,
naturalmente. No hay ningún otro candidato, ya que es el único que acompaña a
don Quijote en todas sus aventuras. Pero Sancho no sabe leer ni escribir. Por
lo tanto no puede ser el autor. Por otra parte, sabemos que Sancho tiene un
gran don para el lenguaje. A pesar de sus necios despropósitos, les da cien
vueltas hablando a todos los demás personajes del libro. Me parece
perfectamente posible que le dictara la historia a otra persona, es decir, al
barbero y al cura, los buenos amigos de don Quijote. Ellos pusieron la historia
en correcta forma literaria, en castellano, y luego le entregaron el manuscrito
a Simón Carrasco, el bachiller de Salamanca, el cual procedió a traducirlo al
árabe. Cervantes encontró la traducción, mandó pasarla de nuevo al castellano y
luego publicó el libro, Don Quijote de la Mancha.
-Pero ¿por qué se tomarían Sancho y los otros tantas
molestias?
-Curar a don Quijote de su locura. Querían salvar a su
amigo. Recuerde que al principio queman sus libros de caballería, pero eso no
da resultado. El Caballero de la Triste Figura no renuncia a su obsesión.
Entonces, en un momento u otro, todos salen a buscarle con distintos disfraces
(de dama en apuros, de Caballero de los Espejos, de Caballero de la Pálida
Luna) con el fin de atraer a don Quijote a casa. Al final lo consiguen. El
libro no era más que uno de sus trucos. La idea era poner un espejo delante de
la locura de don Quijote, registrar cada uno de sus absurdos y ridículos
delirios, de tal modo que cuando finalmente leyese el libro viera lo erróneo de
su conducta.
-Me gusta.
-Sí. Pero hay una última vuelta de tuerca. Don Quijote, en
mi opinión, no estaba realmente loco. Sólo fingía estarlo. De hecho, él mismo
orquestó todo el asunto. Recuerde que durante todo el libro don Quijote está
preocupado por la cuestión de la posteridad. Una y otra vez se pregunta con
cuánta precisión registrará su cronista sus aventuras. Esto implica
conocimiento por su parte; sabe de antemano que ese cronista existe. ¿Y quién
podría ser sino Sancho Panza, el fiel escudero a quien don Quijote ha elegido
para ese propósito? De la misma manera, eligió a los otros tres para que
desempeñaran los papeles que les había destinado. Fue don Quijote quien
organizó el cuarteto Benengeli. Y no sólo seleccionó a los autores,
probablemente fue él quien tradujo el manuscrito árabe de nuevo al castellano.
No debemos considerarle incapaz de tal cosa. Para un hombre tan hábil en el
arte del disfraz, oscurecerse la piel y vestirse con la ropa de un moro no
debía ser muy difícil. Me gusta imaginar la escena en el mercado de Toledo.
Cervantes contratando a don Quijote para descifrar la historia del propio don
Quijote. Tiene una gran belleza.
-Pero aún no ha explicado por qué un hombre como don Quijote
desorganizaría su vida tranquila para dedicarse a un engaño tan complicado.
-Esa es la parte más interesante de todas. En mi opinión,
don Quijote estaba realizando un experimento. Quería poner a prueba la
credulidad de sus semejantes. ¿Sería posible, se preguntaba, plantarse ante el
mundo y con la más absoluta convicción vomitar mentiras y tonterías? ¿Decirles
que los molinos de viento eran caballeros, que la bacinilla de un barbero era
un yelmo, que las marionetas eran personas de verdad? ¿Sería posible persuadir
a otros para que asintieran a lo que él decía, aunque no le creyeran? En otras
palabras, ¿hasta qué punto toleraría la gente las blasfemias si les
proporcionaban diversión? La respuesta es evidente, ¿no? Hasta cualquier punto.
La prueba es que todavía leemos el libro. Sigue pareciéndonos sumamente
divertido. Y eso es en última instancia lo que cualquiera le pide a un libro,
que le divierta.
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Sin duda, Paul Auster coincide con
Miguel de Cervantes en la concepción del arte de narrar como una superposición
de voces e identidades, una cadena de intermediarios entre el lector y lo
narrado. Se trata en ambos casos de un juego metaliterario a partir de un
género concreto, que aparece reinventado y manipulado, ya sea la novela de
caballerías o, como en el caso de La
trilogía de Nueva York, la novela policiaca.
Y, como Cervantes, Auster recurre a la metaliteratura y obliga al lector y a los personajes a establecer un diálogo entre realidad y ficción.
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