Del silencio en "La vida es sueño"

 




Del silencio en la obra La vida es sueño, de Calderón de la Barca.

Por Juan Mayorga 

(Discurso ingreso RAE. Mayo, 2019)


 Respóndate, retórico, el silencio

Del aparte de Segismundo

Atendamos al procedimiento del aparte, en que se finge que lo que un actor confía al espectador los otros actores no lo oyen. Durante el aparte, la acción se concentra en la conciencia de un personaje que, al tiempo, calla y habla.

Tal desdoblamiento alcanza una complejidad magistral en la tercera jornada de La vida es sueño, en que Calderón entrega a Segismundo un aparte con envergadura de soliloquio.

Rosaura ha puesto en manos del príncipe la restitución de su honor. Él calla ante la dama, quien no entiende ese callar:

 «Señor, ¿pues así te ausentas? / Pues ni una palabra sola / no te debe mi cuidado, / no merece mi congoja?». «Ni una palabra sola» oye Rosaura, aunque Segismundo pronuncie muchas, repartidas en setenta y un octosílabos. Esos versos no son para ella, sino para el espectador, con quien Segismundo se relaciona en otro plano.

 Lo que para Rosaura es hermético silencio se abre a la asamblea en una de las más intensas representaciones jamás logradas de una conciencia escindida. Segismundo vacila entre poseer a Rosaura y darle lo que, en justicia, reclama.

El espectador asiste al combate entre las partes del yo hasta que se impone sobre el deseo el argumento moral. Ello convierte este aparte en momento decisivo de la humanización del monstruo. Quien fue «compuesto de hombre y fiera», quien arrojó a otro por la ventana simplemente porque podía hacerlo, quien no reconocía ningún límite renuncia ahora a lo que más quiere porque así se lo exige una idea de justicia. Todo eso encierra el silencio de Segismundo ante Rosaura.


Respóndate, retórico, el silencio

Otro silencio inolvidable, este de Rosaura ante Segismundo, había marcado, en la jornada intermedia, el segundo encuentro los dos personajes, maravillosa miniatura barroca.

Segismundo cree haber visto antes la belleza de Rosaura, pero no puede reconocerla porque cuando la vio al principio de la obra ella vestía de hombre. Tampoco Rosaura sabe ante quién está, porque ¿cómo podría ser aquel que vio en oscura prisión y cubierto de pieles el mismo que ahora se le aparece de príncipe en palacio? Inseguro de si vive o sueña, Segismundo le pregunta: «¿Quién eres, mujer bella?», y pronuncia un elogio de su hermosura. Rosaura, que, como sabe el espectador, no puede entregarse al príncipe porque ya lo hizo a otro hombre, le contesta con cuatro versos que lo sumen aún más en el desconcierto:

«Tu favor reverencio. / Respóndate, retórico, el silencio; / cuando tan torpe la razón se halla, / mejor habla, señor, quien mejor calla».

Un príncipe que fue fiera se encuentra con una mujer que antes se le había presentado como hombre. Todo en Calderón es doble, porque cada cosa contiene su contrario. También el silencio, que puede ser retórico.

Suspendida el alma

A la retórica del silencio dedicará, casi treinta años después de la primera redacción de La vida es sueño, el poema Psalle et sile, esto es, Canta y calla. Si en el bachillerato aprendí el taceo/tacere como expresión latina del callar, no llegué al sileo/silere, que comparte raíz con silentium y me hace pensar en el schweigen alemán, el cual vale para nombrar tanto el silencio como la acción de guardarlo. El caso es que sobre aquella frase, grabada en la verja del coro de la catedral de Toledo, levanta una exhortación al silencio quien tantas palabras escribió para decir en voz alta. En este momento sacerdote además de dramaturgo, el asunto que trata está probablemente ligado a tensiones de su cotidiano vivir. El doble imperativo, «Canta y calla», hace que sienta «suspendida el alma».

 La de la suspensión del alma es imagen recurrente en los soliloquios calderonianos, y podríamos imaginar al poeta soliloquiando estos versos junto a una verja de atrezo. 

Si ante Rosaura el alma de Segismundo queda suspensa entre movimientos incompatibles, la de Calderón lo está ante un precepto que exige acciones «imposibles de que a un tiempo / pueda el coro ejecutarlas», cual parecen serlo cantar y callar. Ello lo empuja a una meditación en que casi repite la fórmula de Kempis cuando afirma que «a nadie pesó de haber callado / y a muchos les pesó de haber hablado», y en la que no faltan comentarios sobre la insuficiencia o la mendacidad de las palabras ni alusiones a prestigiosas sociedades de silenciosos. Pero más importante es que, cree Calderón, «el idioma de Dios es el silencio». En la primera jornada de la creación, recuerda, «gran silencio había». ¿Condena aquel silencio original a cada voz a ser no más que un momento de la caída? Más bien impone una exigencia a quien ose despegar los labios, que, antes de hacerlo, habría de recordar el principio «O calla, o algo di que mejor que callar sea». Cuando esto sucede, descubre Calderón, «cuánto se aman / silencio y voz», porque «no rompe el silencio el que a propósito habla», lo que el poeta entiende desde su credo cristiano. Asimismo, para «hablar en silencio» basta acudir a la llamada de Jesús. Dos versos resumen la solución calderoniana: «Callar, la mente en Dios, hablando puede / quien puede, en Dios la mente, hablar callando». De lo que se trata es de que la conciencia permanezca en oración. Así, el precepto que une cantar y callar contiene, a ojos de Calderón, un plan de vida.

Las palabras de Segismundo que para Rosaura son silencio representan un combate en que el orar se impone. Que el espectador pueda oírlas corresponde a la transparencia que dominó la construcción del personaje en un tiempo del teatro. A apartes y soliloquios subyace el supuesto de que existe algo así como la conciencia, a la que el espectador puede asomarse. Ello es vedado por un teatro en que son fundamentales los silencios opacos; un teatro en que la conciencia del personaje se oculta porque el autor no quiere mostrarla o porque él mismo no tiene acceso a ella o porque se duda que tal cosa, la conciencia, exista.








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