"El Gatopardo" o la voluntad de trascender






Tomasi di Lampedusa, Giuseppe.



Cuarto fin de semana de agosto. He terminado la (re)lectura de El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en la nueva edición revisada de Anagrama. 
Y además, hoy aparece una columna sobre el autor siciliano en El país.¿Habrá sido una señal o mera casualidad? Por si acaso, y en un juego de correspondencia con Manuel Vicent, me dispongo a escribir sobre la lectura.

Ha resultado una experiencia difícil de explicar puesto que me he dejado llevar y he recalado en la impronta del estilo literario; el estilo como generador de realidad, como aquello que infunde vida a cada página. La novela narra (en ocho partes) la historia del príncipe de Salina, don Fabrizio Corbera y su familia, entre los años 1860 y 1910, cuando una serie de acontecimientos (de ámbito privado y público) dejan huella en los protagonistas. Más allá de su importancia como testimonio literario de un cambio en el orden social, de la decadencia de la aristocracia terrateniente y el ascenso de una nueva clase representada por el joven Tancredi; más allá de reflejar a la perfección un ambiente, una atmósfera... Más allá de todo eso, he descubierto en El Gatopardo un libro iluminador. Y no me refiero solamente al estilo, (sensual, melancólico, terso,..) sino además, al uso de la voz narrativa. 

   Aparece una voz en tercera persona que discurre por encima de los diálogos y pensamientos de los personajes. Los diálogos van intercalados en el fluido discurso de la voz narrativa; una voz cálida, y a la vez irónica en ocasiones; melancólica, casi siempre. Es capaz de expresar el malestar, el dolor o la pérdida, o la conciencia de muerte,...Para ello, el narrador recurre de manera natural a los silencios, al dominio de la elipsis, a la asociación de elementos aparentemente dispersos que permiten al lector la captación de otros significados. 

   El pasaje que cierra la cuarta parte de la novela contiene una larga digresión de don Fabrizio sobre “las fuerzas que han configurado el alma siciliana”: la violencia del paisaje, la crueldad del clima, las dominaciones extranjeras,... El interlocutor es Chevalley, secretario de la prefectura que ha llegado a palacio con la misión de ofrecer al príncipe el nombramiento de senador. Don Fabrizio le pide que transmita su agradecimiento pero no lo acepta. 

Pertenezco a una generación infeliz, a caballo entre los viejos tiempos y los nuevos, que no se encuentra a gusto en estos ni en aquellos. Además, como ya habrá advertido usted, no tengo ilusiones; ¿qué haría conmigo el Senado, con un legislador inexperto e incapaz de engañarse a sí mismo, facultad imprescindible para cualquiera que se proponga guiar a los demás? “

El último párrafo de la cuarta parte contiene una pirueta metafórica: la voz que narra consigue transmutar una simple acción la partida de Chevalley en diligencia, en literatura:

“Estaba amaneciendo; la poca luz que conseguía atravesar la espesa capa de nubes tropezaba luego con la suciedad inmemorial de la ventanilla. Chevalley estaba solo; entre golpes y tumbos se humedeció con saliva la punta del índice y limpió en el cristal un círculo del tamaño de un ojo. Miró: ante él, bamboleándose bajo la luz cenicienta, se abría el paisaje irredimible.”

Una muestra más de la voluntad de dejar constancia de la voz narrativa, (de dejarse ver escrita), la tenemos en que este narrador es también un narrador osado, que se atreve con varias referencias al futuro; esto es, nos anuncia hechos y acontecimientos que tendrán lugar muchos años después, y además puede llegar a mostrarse irónico en su subjetividad. Así, cuando don Fabrizio contempla el techo del salón de baile (Sexta parte. Noviembre, 1862):

“En el techo, los dioses, reclinados en sus dorados sitiales, contemplaban la escena, sonrientes e implacables como el cielo de verano. Se creían eternos: en 1943 una bomba fabricada en Pittsburgh, Pensilvania, se encargaría de demostrarles lo contrario.”

Los párrafos finales de la novela sitúa la acción en 1910, casi treinta años después de la muerte del príncipe don Fabrizio, en el momento en que su hija Concetta se dispone a ordenar que lleven al basurero el cadáver disecado del perro Bendicò,el alano compañero de su padre desde la primera página. Se trata de una nueva metáfora de situación; un suceso paralelo aparentemente casual, pero cargado de referencias que añaden significados y trascienden en literatura.


Mientras se llevaban a rastras el guiñapo, los ojos de vidrio la miraron con la humilde expresión de reproche que aflora en las cosas a punto de ser eliminadas, anuladas. Unos minutos después, lo que quedaba de Bendicò fue arrojado en el rincón del patio que el basurero visitaba cada día: mientras caía desde la ventana, recobró por un instante su forma: hubiera podido verse danzar en el aire a un cuadrúpedo de largos bigotes, que con la pata anterior derecha levantada parecía imprecar. Luego todo se apaciguó en un momento de polvo lívido.”





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