De flâneurs, paisajes y derivas.





ALGUIEN camina, vaga por una ciudad cualquiera; y esta se convierte en metáfora de la Literatura y de la propia vida. Se hace una deriva de manera intencionada para deambular por las calles y pasar a formar parte del territorio. Pero la visión del paisaje como metáfora de la existencia tiene una referencia anterior en el tiempo. En 1929, el arquitecto Le Corbusier se dirigía a Montevideo y, cuando sobrevolaba la Pampa argentina, pudo observar desde el cielo el trazado de meandros que dibujaban los ríos de la llanura. 

Al seguir el contorno de un meandro desde el aire he comprendido las dificultades que aparecen en los asuntos humanos, los callejones sin salida en los que se atascan y las soluciones aparentemente milagrosas que soluciones situaciones inextricables.”
Charles Édouard Jeanneret-Gris, Le Corbusier.

Así, si además de hacer la deriva, dibujamos un itinerario ensortijado y lleno de dobleces, es cuando aplicamos la teoría del meandro de Le Corbusier. 

Con la Teoría de la deriva, propuesta por Guy Debord en 1958, “una técnica de tránsito fugaz a través de ambientes cambiantes”, los herederos del Surrealismo hicieron un llamamiento a deambular, trazando recorridos psicológicos según las diversas experiencias urbanas. Se rechazó cualquier actitud predeterminada por condicionantes económicos o utilitarios frente al “dejarse llevar”, atravesando diversas atmósferas y microclimas de la ciudad. Era una exaltación del individuo receptivo e inquieto, en la que se exaltaba más el viajar que el llegar. Algunas lecturas surrealistas de los espacios y de los detalles les retornaban otra visión de la ciudad, emocionante y lúdica. Se propuso la apropiación de espacios, transformados por medio de la imaginación, trazando una geografía invisible construida sobre algo tan íntimo como los recuerdos y las obsesiones personales.

Para hacer una deriva, ir andando sin meta y horario. Elegir el camino sin basaros en lo que sabéis, pero en base a lo que ven a su alrededor. Tenéis que ser enajenados y mirar todo como si fuera la primera vez."
Guy Debord.

Hoy hacemos propia la figura el flâneur o paseante, el que deambula por las calles e intenta distinguir las señales para orientarse; pero el camino va desde Baudelaire, para quien flâneur es un “caballero que pasea por las calles de la ciudad”, a Walter Benjamin, quien lo describe como figura esencial del modelo de espectador urbano. Sabemos lo que se supone que hace un paseante:  Descubre, interpreta y construye de nuevo la ciudad; capturar caras, escenas y detalles aparentemente irrelevantes para convertirlos en literatura.

En su obra El paseo, Robert Walser reflexiona sobre la propia naturaleza del acto de pasear, sobre el proceso de escritura, sobre los libros y escritores y sobre el tema recurrente de su obra: la vanidad. 
Su capacidad de asombro es infinita, todo le produce un extrañamiento, ya sea ante seres vivos, oficios, construcciones, olores, sonidos, paisajes... Todo lo que le sale al encuentro lo cautiva. 

Llegamos al final de este paseo con una cita del escritor Juan Villoro, que en El vértigo horizontal señala: 
«La literatura del flâneur también consiste en eso, en encontrar espacios secretos en los que la gente se comporta de otra manera»


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