Luz de mi vida
La tarde en que por fin ella asintió al oír su nombre en el aula, pudo comprobar que en persona, Marlés irradiaba un porte elegante, con cierto aire de tristeza. Pelo largo y liso, color miel, con la raya en el centro. A destacar las pestañas, muy largas, claras y elevadas como en espiral. La piel muy clara, casi transparente si no fuera por las pecas que salpican su rostro y sugieren geométricas formas que el dedo índice del profesor traza en un dibujo imaginario cuando la acaricia. Tomás se quedó por unos segundos en silencio, sin atinar a continuar con la lista de asistentes, como perdido.
Ese día cambió para siempre el sentido de su existencia.
Y el caso es que no le atrajo de Marlés su
atractivo erótico o sexual, que lo tenía sin duda, sino una extraña atracción
de calidez, de melancolía, de estar en otro plano de la realidad. Tras algunos intentos
de acercamiento con excusas banales, decidió que ya había llegado la hora de
proponerle algo. Quedaron para comer ese mismo día en el casco antiguo de la
ciudad. Supone siempre que por ahí es más difícil que alguien pudiera verlos
por causalidad. Nada más discreto que la multitud para una relación
clandestina. Es fácil perderse por las calles del barrio gótico. A menudo se
citaban allí.
Todavía la ve llegando exhausta sobre la bicicleta, con la camiseta
teñida de sudor y los aplicados mechones de su pelo rubio desordenados por el
viento o pegados al cuello. De pie, Marlés se bebía casi media botella de agua
de corrido y solo entonces, se sentaba bajo la sombra de la sófora en el jardín
del museo. El profesor la miraba absorto y acudían a su mente las hipnóticas
palabras iniciales de la novela de Nabokov, en las que Humbert silabea el
nombre de ella: Lolita, luz de mi vida,
fuego de mis entrañas…
El profesor
Ciudad de Sombras
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