Barcelona, 1939
Eduardo, con nueve años, es el mayor de los
tres, porque también estaba su hermana Marta, de cuatro, pero ella dormía
todavía en el cuarto de la madre, en un colchón muy pequeño, junto a la cama.
Pedro tiene seis, pero como es chico, siempre anda bajo el cuidado del hermano
mayor. Cada mañana, los dos hacen todos los recados que mamá dispone: lavarse
la cara y arreglar el cuarto, girar el calzón si se ha ensuciado, vestirse el
pantalón corto con un tirante cruzado sobre la camisa raída o en la chaquetilla
de calle, poner la leche en el jarro grande de la alacena. Pedro era el primero
en bajar a la calle, doblaba a la derecha y corría empiedres arriba para llegar
antes y así guardar la cola del suministro. Él ocupaba su turno en la fila, aunque
a veces lo apartaban de un manotazo. Volvía a colocarse unos puestos más atrás
y comprimía los puños por detrás de la espalda con toda la rabia contenida en
el apretar de dientes. Una y otra vez volvía su cabeza para ver si su hermano,
el tete Eduardo, asomaba por la
esquina del chaflán. Los dos llevaban sus papeles de estraza y el mayor la caja
de madera para las colillas, pero hoy aún no habían tenido suerte. Pedro ha
recogido apenas tres y bastante apuradas. Seguro que el tete, que viene más despacio porque se detiene a cada paso a
recoger mientras Periquito guarda su sitio en la cola, ya trae bastantes. Eran
para el padre.
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