“La respiración cavernaria”, de Samanta Schweblin

 






En 2018, el cuento fue publicado de manera independiente por Páginas de Espuma como una nouvelle, con ilustraciones de la artista argentina Duna Rolando.​



«La lista era parte de un plan: Lola sospechaba que su vida había sido demasiado larga, tan simple y liviana que ahora carecía del peso suficiente para desaparecer. Había concluido, al analizar la experiencia de algunos conocidos, que incluso en la vejez la muerte necesitaba de un golpe final. Un empujón emocional, o físico. Y ella no podía darle a su cuerpo nada de eso.»


Es el inicio de “La respiración cavernaria”, un relato incluido en el tercer libro de cuentos de Samanta Schweblin, Siete casas vacías, que obtuvo el premio Narrativa Breve Ribera del Duero en 2015, y fue publicado por la editorial Páginas de Espuma. 

El aislamiento y las patologías de salud mental en la vejez, tales como la depresión, la obsesión o los distintos tipos de demencia (pérdida de memoria y, por lo tanto, de la identidad) son temas frecuentes en la obra de Samanta Schweblin. Además, en “La respiración cavernaria” se cuestiona la seguridad de la institución del hogar; la casa y sus metáforas se revelan ya como uno de los motivos recurrentes de la autora. El texto explora la historia de Lola, una mujer enferma de alzhéimer que convive con “él”, el esposo con quien ha compartido cincuenta y siete años de matrimonio y cuyo nombre desconocemos.

Lola siente la extraña necesidad de clasificar objetos importantes para mantenerlos en la memoria y construye una rutina cotidiana basada en la limpieza, el orden y la clasificación de los objetos. Él se ocupa del quehacer doméstico, en la casa y el jardín, así como las compras, y Lola se dedica a clasificar y embalar sus enseres en unas cajas que van almacenando en el garaje, donde guarda todo lo que considera importante: peines usados, adornos, papeles o fotografías. Esconde una lista doblada en el bolsillo del delantal que mira de tanto en tanto, comprueba, recuerda y a veces añade algún elemento para fijarlo en su memoria. La vida cotidiana transcurre en aparente normalidad, con todos los asuntos domésticos automatizados y el futuro de Lola planificado a partir del deseo de la muerte: 

«Quería morirse, pero todas las mañanas, inevitablemente, volvía a despertarse. Lo que sí podía hacer, en cambio, era organizarlo todo en esa dirección, aminorar su propia vida, reducir su espacio hasta eliminarlo por completo. De eso se trataba la lista, de eso y de mantenerse focalizada en lo importante. Recurría a ella cuando se dispersaba, cuando algo la alteraba o la distraía y olvidaba qué era lo que estaba haciendo. Era una lista breve:

Clasificarlo todo.

Donar lo prescindible.

Embalar lo importante.

Concentrarse en la muerte.

Si él se entromete, ignorarlo.»

La protagonista siempre está alerta, pendiente de cualquier cambio que llegue a perturbar el orden de los acontecimientos. Así, se obsesiona con un posible robo, con los ruidos, con la llegada de nuevos vecinos, y percibe cada movimiento extraño como una señal cargada de significado.

El relato se articula sobre la gestión de algunos secretos que se desvelan al final, como “el incidente del supermercado”, que está omnipresente en la memoria de Lola pero omitido para el lector. Otros misterios son la tragedia de la muerte del hijo en el pasado, cuando era todavía pequeño, la misteriosa desaparición de la chocolatada o el contenido de la caja que guarda él en el garaje. Lola vive angustiada por algunas circunstancias, en principio banales, que ella vive como auténticas señales de amenaza: la cantidad de yogures que no podrán consumir y ocupan demasiado espacio en la heladera o la llegada de los nuevos vecinos, una mujer de unos 40, el hombre fornido y el chico, de 12 o 13 años. También la alteran los ruidos extraños en el entorno de la casa o los posibles encuentros de su marido con el hijo de los vecinos. Sin embargo, la muerte de su marido la vive con frialdad y el rencor de que la deja sola:

«Entendió, con una lucidez rencorosa, que esto la mantendría viva para siempre. Que él se había muerto en sus narices, sin ningún esfuerzo, y la había dejado sola con la casa y las cajas. la había dejado para siempre, después de todo lo que ella había hecho por él. Le había dicho lo del chico y se había ido a la tumba con todo dentro.»

Entre los rasgos propios de la obra de Samanta Schweblin que podemos hallar en este relato están la economía y precisión del lenguaje, la memoria como identidad, la salud mental de los personajes o los objetos cotidianos que se resignifican. Pero bajo la apariencia de normalidad, late en el relato cierto halo fantástico, en el sentido más cortazariano del término, porque el elemento extraño surge como algo insondable, como algo que provoca extrañeza aunque derive de una situación cotidiana.

«Vio su cara en la cara de la mujer, mirándola. No era un juego de espejos. Esa mujer era ella misma, treinta y cinco años atrás. Fue una certeza aterradora. Gorda y desarreglada, se vio acercarse a sí misma con idéntica repulsión.»

 

 

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