Dublín, la ciudad tangible




Lo demás son ciudades
Ediciones Oblicuas

En el libro de relatos Lo demás son ciudades, del colectivo de escritores Club Marina, los distintos espacios urbanos (ya sean reales o no) se presentan como ciudades tangibles, capaces de dibujar en el imaginario del lector un mapa difuso, donde las líneas entre literatura y realidad no son nítidas.
En “Dublín, bajo esta misma luz” un escritor en horas bajas decide dejarlo todo en Barcelona y partir hacia Dublín, ciudad tantas veces leída e imaginada. Allí intenta recomponer las piezas de su existencia. En uno de sus paseos bajo la luz tenue del atardecer se cruza con Max Fellows, extraño personaje que va a cambiar su destino. Lo acompaña hasta los infiernos y de allí, regresa un hombre nuevo.
La forma epistolar aporta sinceridad y un mayor autoconocimiento de lo que se cuenta. El emisor y el receptor de la carta, Bebo y Adrián, representan las dos caras del escritor: Adrián es el autor de éxito y Bebo es más fiel a su relación con la literatura. Este personaje responde a un tipo muy verosímil: el del escritor sin escritura, el del autor excesivamente pendiente (y acaso envidioso) de lo que escriben sus amigos. El relato narra la historia de una vida usurpada para ser convertida en teatro, lo que supone un juego metaliterario en el que el protagonista se descubre (“Ya sé quién soy”, dice casi al final) contemplándose en escena, autor y espectador a la vez. El personaje depredador es Max, es su actividad, como la de una especie de vampiro que se nutre de vida y experiencias en vez de sangre; o tal vez Max Fellows es un Mefisto que victimiza a un Fausto-Bebo.
Pero “Dublín, bajo esa misma luz” es también un cuento de recorrido, de tránsito o itinerario. El personaje de Bebo Palacios camina, vaga por las calles de la ciudad, que se convierte en metáfora de la propia literatura y de la propia vida. 

Las largas caminatas por los alrededores de la ciudad me ayudaban a olvidarme de mí mismo y a contemplar el mundo en todos los detalles insignificantes. En mis paseos por el Green, cuando sentía bajo mis pies el crujir de las hojas de otoño desprendidas de los árboles, recordaba el micrograma de Robert Walser y lo repetía susurrando para mí: «¿No has visto nunca cómo las hojas hablan, sonríen y se comportan de manera extraña, cuando por el árbol del que forman parte cruza un airecillo?» “

En el proceso de escritura del relato ha estado presente la Teoría de la deriva, (o desvío intencionado) de los herederos del surrealismo. Propuesta por Guy Debord en 1958, “una técnica de tránsito fugaz a través de ambientes cambiantes”, una de sus aportaciones más sugerentes, como un llamamiento a vagar, trazando recorridos psicológicos según las diversas experiencias urbanas. Se rechazó cualquier condicionamiento utilitario o económico frente al “dejarse llevar” por la ciudad atravesando diversas atmósferas y microclimas. Se propuso la apropiación de espacios, transformados por medio de la imaginación, y construidos sobre algo tan íntimo como los recuerdos y las obsesiones personales. Guy Debord, una figura destacada del movimiento situacionista, sugiere cómo hacer frente a la deriva:
“Para hacer una deriva, ir andando sin meta y horario. Tenéis que ser enajenados y mirar todo como si fuera la primera vez.”
     Una ciudad existe cuando somos capaces de captar un espacio de tiempo vivido en ella, con todo lo que cabe dentro, en continuo movimiento. Solo así se hace posible. Es inevitable pensar también en la figura el flâneur o paseante, el que deambula por las calles e intenta distinguir las señales para orientarse. Y aquello que se supone que hace un flâneur: capturar caras, escenas y detalles aparentemente irrelevantes para convertirlos en literatura.
Entre las tiendas de chinos y nigerianos que venden tarjetas telefónicas, móviles o extensiones para el pelo, hay un pub muy pequeño donde acudo a la hora del prodigio. Es el Madigan ́s, un gran archipiélago verde, donde cada parroquiano es una isla. En el Madigan’s fluye una rara densidad de humo, aunque ya nadie fuma, parece un humo antiguo, suspendido en el aire y cuando se abre la puerta, si todavía es claro, se iluminan todas y cada una de las partículas que lo forman. Después de algunas semanas de acudir allí a diario, las caras y las vidas de los clientes ya me parecen todas conocidas, aunque al principio no fue así. Los dublineses son muy discretos, no tienen la costumbre de hablar sobre ellos mismos.
Para terminar, simplemente un apunte de Juan Villoro en su libro sobre la ciudad de México, El vértigo horizontal: «La literatura del flâneur también consiste en eso, en encontrar espacios secretos en los que la gente se comporta de otra manera»
"No recuerdo ahora con qué artimañas me convenció, pero el caso es que le acompañé en un recorrido algo precipitado por los pubs de Temple Bar. Unas pintas en John Mulligan ́s para hidratar la lengua y el paladar desataron mi verborrea. Cada vez estaba más borracho y, sin embargo, logré articular con coherencia algunos largos párrafos. Hablaba con una fluidez insólita, logré verbalizar secuencias del pasado, y salieron disparadas de repente todas mis miserias. Deposité en aquel tipo de ojos de escarabajo profundos secretos de los que hasta entonces no había tenido conciencia alguna."


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