Ordesa, meter la vida en un libro
Manuel Vilas (Barbastro,1962)
Ordesa
Editorial Alfaguara. 2018
Es inevitable generar cierto estado de alerta ante unas críticas a veces exageradamente elogiosas, hinchadas, o ante sentencias proféticas sobre “un nuevo giro en la narrativa actual”. Unanimidad en los cumplidos, adjetivos como “extraordinario”, “magnético”, “humano, profundo, reconfortante”, “hermoso” (...) para calificar una obra literaria asustan un poco, o al menos previenen sobre las maniobras del marketing editorial. Y es que el lector crea una expectación a su alrededor, dibuja una aureola sobre el libro que le espera que puede verse defraudada si se rompe el hechizo. Con Ordesa la crítica ha sido unánime desde la primera edición, de enero de este año. Cuando acabe el verano irá ya por… ¡la décima! y se publicará en cinco idiomas. Todo un éxito editorial, sin duda.
La primera vez que oí hablar de esta novela (sí, para mí lo es) fue en boca de Montse Serrano, capitana de la librería +Bernat, de Barcelona. Recuerdo una tarde de febrero, Montse recomendaba la lectura de Ordesa a todo aquel que se acercaba a consultarle sugerencias. Lo hacía con tal convicción que casi certificó que nos iba a atrapar desde las primeras páginas. Le hice caso, compré el libro y fui propagando la recomendación a todos mis amigos, incluso lo propuse como nueva lectura para comentar en el Club Marina. Empecé a leerlo y enseguida me di cuenta de que aquello era diferente.
Sobre la primera cuestión, la de si es autoficción, al modo de Karl Ove Knausgård o no, el propio Manuel Vilas1 descarta el término directamente:
Y además afirma con rotundidad queAquí no hay autoficción ni nada parecido, es un libro de narración escueta y estricta de mi propia vida.
el sueño de un escritor es trasladar todo el flujo de la vida al flujo de las páginas. Ese es el hechizo de la literatura, pensar que podemos meter la vida en un libro y con eso se produce una catarsis, salvación de la vida, exaltación de la vida, embellecimiento de la vida… Esa es la gran quimera de la literatura, y el gran sueño, porque al final todos nos morimos y todo se va.
Nos hallamos ante un proceso de averiguación sobre la propia identidad. Y luego está la necesidad como lectores de que alguien nos reconstruya el mundo y de sentirnos directamente apelados y reconocidos. Puede que el propósito del libro esté expresado en el capítulo 54:
“Nos vendría muy bien escribir sobre nuestras familias, sin ficción alguna, sin novelas. Solo contando lo que pasó o lo que creemos que pasó.”
Es precisamente en “lo que creemos que pasó” y en el modo de narrarlo donde entra en juego la literatura. La sensación que experimenta el lector es la de estar leyendo una confesión muy personal; pero a diferencia de Knausgård en La muerte del padre, aquí sí hay artificio: ironía, metáforas, repeticiones, adjudicación de nombres ficticios a familiares, (lo cual los convierte irremediablemente en personajes), comparaciones, asociaciones de conciencia de clase, el lirismo, y evocaciones a un pasado que forma parte de un imaginario colectivo muy concreto. Y luego está el epílogo (poemario que cierra y sella este sentimiento de orfandad y desamparo que fluye por todo el libro). Todo ello lo convierte en una indagación de los propios espectros donde nos vemos reconocidos toda una generación de lectores.
Ordesa es el relato de una historia personal, de un narrador sin nombre que en primera persona va desgranando secuencias, recuerdos, vivencias y también sensaciones y estados de ánimo a partir sobre todo de la muerte de los padres. Consta de 157 capítulos breves que proponen saltos en el tiempo y en la edad del narrador; también cambios en los referentes: una fotografía, una escena, un recuerdo, un objeto; una sensación de culpa, de rabia o desamparo. Así, el estilo es fragmentario, salta de un asunto a otro pero siempre se vuelve a la figura del padre. El padre es la excusa, el centro que articula todos los demás temas. En alguna de esas idas y venidas se advierte una excesiva sublimación o idealización del padre.
Advierto, en general, un tono menos solemne y elocuente cuando habla de la madre. Es presentada como una figura más primitiva, más instintiva y atávica, y la admiración por ella no es la misma. Hacia el final sabemos que cobra una importancia relevante en la vida del narrador.“Esa llamada suya puso mi vida patas arriba” (..) “Siempre el instinto, que es un don atávico. Y es lo que yo heredé de ella.”
Hay cierto aire de complejo de inferioridad. El narrador sublima a su padre por el mero hecho natural de serlo. No hay nada negativo en su figura, no hay crítica, no hay sordidez, no hace culpable al padre de nada. Con la madre es diferente. A su hermano no lo menciona casi nunca y cuando lo hace es por encima.
Los recuerdos de la infancia (años 70) y la historia familiar van en paralelo con algunas escenas costumbristas del desarrollo del país de aquellos años: el coche, la televisión, las piscinas, las navidades, los sueños de progreso. A veces asoman las visiones infantiles sobre las cosas, pero que narradas desde la madurez quedan algo superficiales, por ejemplo, la idea sobre los niños adoptados.
También el presente: el desarraigo, el paso del tiempo, la madurez, el país en el que vivimos. Pero no hay conciencia de pertenencia a un país más allá del azar:
“Amo España porque amo todo cuanto tuvo que ver con mi padre.”
Aparece la crítica social a la impostura e hipocresía moral de las instituciones: la iglesia, el poder político, la enseñanza. Y deja (desde la subjetividad) una dura carga de desprecio sobre la figura del médico, de los oncólogos, en quienes focaliza la rabia por la muerte del padre (55,56,64). También se desprende cierto malestar de clase, por ejemplo en la secuencia en la que entra al supermercado Dia (107):
“La gente que compra en el Dia en mi barrio a las once o las doce del mediodía son parados, ancianos y amas de casa, y locos o enfermos.”
“Somos vulgares, y quien no reconozca su vulgaridad es aún más vulgar”.
Los temas relacionados con el presente como la ruptura matrimonial, la relación con sus hijos, las adicciones al alcohol y barbitúricos, o la crisis de la edad, son secundarios. En realidad, pasa de puntillas por estos temas, no hurga en la llaga de su adicción o en el proceso de separación. Es como si el narrador hubiera pactado el flujo de información pertinente con el ciudadano escritor Manuel Vilas.
El estilo también acusa algunos altibajos. Así, el capítulo 100 es un poema en sí mismo, muy evocador a partir de la dualidad bondad/ maldad y el poder igualatorio de los procesos de la putrefacción. Las repeticiones, los paralelismos y las antítesis apuntan, aciertan e impactan en el lector. En el capítulo 97, en cambio, (en mi opinión) roza la cursilería con la hiperbólica idealización de la paternidad y la maternidad.
El narrador de Ordesa es escritor y, sin embargo, apenas hay referencias a la escritura como oficio o a la literatura. Las echo de menos. El libro está desnudo de citas o referencias literarias. Digo “el libro” porque es así como se refiere a la obra que está escribiendo. Referencias al “libro” sí hay varias al principio, y en el capítulo 101 justifica su existencia como un intento de averiguación, pero siempre volviendo a la figura del padre:
“Al no decirme quién era, mi padre estaba forjando este libro”
Ciertamente Manuel Vilas ha escrito una obra diferente, ha hecho un ejercicio de indagación sobre su pasado para intentar comprender el presente, y lo hace en plena madurez a modo de balance. Dota de trascendencia la cotidianidad, lo común, lo vulgar,.. y lo traduce en una carga de emociones comunes donde el lector se mira y se ve.
Cierro esta lectura con una cita de Marcel Proust:
"Para escribir un libro esencial, el único libro verdadero, un gran escritor no tiene, en el sentido corriente, que inventarlo, porque ya existe en cada uno de nosotros, sino traducirlo.”
1 Entrevista a MV de @imartinrodrigo. 19/01/2018 en ABC Cultura
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