Baudelaire, el escritor de la modernidad
Baudelaire, el escritor de la modernidad. 12 de abril de 2021.
Baudelaire y su tiempo, una introducción.
Buenas tardes.
Bienvenidos a esta oportunidad de hacer un repaso a la obra inagotable de Charles Baudelaire, y tratar de hacer ver hasta qué punto su legado sigue vigente, más allá de las banalidades y los tópicos que se vierten sobre su biografía y sobre su obra. Siempre se habla de lo más superficial y se olvida la complejidad de su inteligencia. Su obra no es simplemente la obra de un clásico que podemos desempolvar de las estanterías, sino que todavía nos ayuda a reflexionar en torno al siglo XXI y a entender qué ha ocurrido en la modernidad a lo largo del XX: el auge del capitalismo, el colapso ideológico y social, etc.
Para leer a Baudelaire hemos de esforzarnos mucho más
ahora, cuando se cumplen doscientos años de su nacimiento, porque su influencia
es tan vasta e inextricable que puede parecernos una imitación. Su obra ya ha
perdido su pristinidad, su pureza en el sentido de Borges. Y es que todos hemos
leído la obra de Baudelaire a través de todos los autores modernos, de toda la
literatura urbana. Cuesta mucho darse cuenta de su originalidad porque queda a
veces mucho más atrás y deberemos deshacer el camino andado para llegar a
entender por qué supuso un seísmo en su momento.
Baudelaire llevó a cabo una revolución estética en muchas
direcciones, de la cual se ha nutrido toda la literatura moderna de los siglos
XX y XXI, aun no siendo conscientes de ese influjo. Cartografió una nueva
naturaleza que es la metrópolis, la gran ciudad, y lo hizo con mucho poder y
radicalidad. Es el primero que abre los ojos a la gran urbe y a todos los
cambios políticos, sociales y religiosos que vinieron tras la revolución
francesa, a partir de 1789. El París del segundo Imperio fue, junto a Londres,
el primer laboratorio humano de lo que hoy es ya una experiencia urbana técnica
global. En la actualidad Internet ha convertido todo el orbe en una gran
metrópolis, y por eso es interesante descubrir lo que vio Baudelaire al inicio,
en el embrión de ese mundo que hoy es el mundo entero. Toda la literatura urbana es inevitablemente baudeleriana,
hasta tal punto que nuestra lectura de muchos poemas de Las flores del mal está distorsionada por el influjo que
ejercieron, convirtiendo en copia al original.
La vigencia del poeta la demuestra la crítica de Walter
Benjamin, quien, por ejemplo, dijo que el destino del flaneur consistía en convertirse en hombre anuncio. Fue Walter Benjamin, el crítico que en las primeras décadas
del siglo XX sacó a Baudelaire del panteón de los clásicos y lo puso a trabajar
para entender las claves de la vanguardia y del mundo contemporáneo. Apunta
Benjamin que en Las flores del mal el
cielo está vacío, apagado por el resplandor de la ciudad. El crítico se dio cuenta de la importancia del París
metropolitano y esa sociedad urbana, una sociedad marcada por dos disciplinas:
el periodismo y la publicidad.
Baudelaire interpela en su obra con extraordinaria tensión e
inteligencia,
T. S. Eliot dijo que la inmensa deuda que había contraído
con él podía resumirse en dos versos: “fourmillante
cité, cité pleine de rêves / Ou le spectre en plein jour raccroche le passant”
(“hormigueante ciudad, ciudad llena de sueños / donde a pleno día el espectro
agarra al transeúnte”), con lo que venía a decir que Baudelaire había sido
el primero en cartografiar poéticamente esa nueva naturaleza que es la ciudad.
Toda la literatura urbana es inevitablemente baudeleriana, hasta tal punto que
nuestra lectura de muchos poemas de Las
flores del mal está distorsionada por el influjo que ejercieron,
convirtiendo en copia al original.
Algunas pinceladas biográfica de Charles Baudelaire
(1821-1867):
En sus
escasos cuarenta y seis años de vida, Baudelaire se expuso a todos los males de
su tiempo, se dejó llevar por el alcohol y las drogas, contrajo la sífilis,
experimentó toda la sordidez imaginable en su relación con Jeanne Duval –la
actriz mulata y probablemente lesbiana, reverso de la Beatriz de Dante– y
bordeó la indigencia, pero a todo ello le opuso siempre una terrible lucidez, tanto en verso como en prosa, observándose a
sí mismo, diseccionando cada una de sus emociones y sin dejarse llevar nunca
por el desvarío, hasta que en enero de 1862 anotó en su diario que por primera
vez había sentido pasar a su lado “el
aleteo de la locura”. Apenas setenta años antes, Hölderlin había podido
escribir todavía que los poetas, con la cabeza descubierta, recibían el rayo
del dios como niños, con corazones puros y manos inocentes.
El 31 de
agosto de 1867 murió en París Charles Baudelaire. Desde que se había caído en
la iglesia de Saint-Loup de Namur, en la Bélgica que tanto detestó, no había
recuperado el habla y tan sólo acertaba a decir “¡Non, crénom!”, una
contracción de “Sacré nom de Dieu” (“sagrado nombre de Dios”). No era casual,
en quien había vivido su catolicismo con tanta seriedad, que su última vinculación
con el lenguaje fuera una blasfemia, un residuo de lo sagrado escupido a la
muerte como última negación. En el hospital religioso de Bruselas donde se le
habían tratado los primeros síntomas de afasia y hemiplejia, las monjas
agustinas, cuando el poeta por fin se marchó, exorcizaron la habitación que
había ocupado, escandalizadas por su comportamiento. Su madre se lo llevó
entonces a París, donde lo ingresó en la clínica hidroterapéutica del doctor
Émile Duval. Allí le visitaron unos pocos amigos como Sainte-Beuve o el
fotógrafo Nadar y las esposas del novelista Paul Meurice y del pintor Manet
acudieron a tocarle al piano fragmentos de Tannhäuser.
Cuando murió estaba en brazos de su madre, que contó cómo había sonreído a sus
caricias. La imagen es una pietà
moderna.
Además de
en sus versos, en la prosa desnuda de El
Spleen de París puso en tela de juicio los nuevos mitos surgidos de la
revolución de 1789, como la igualdad, modelo de la dictadura de lo
políticamente correcto. Y seguramente fue uno de los primeros en darse cuenta
de que la ley moderna sólo puede ser apariencia de ley y por tanto
inevitablemente arbitraria y lábil.
Como
poeta, Baudelaire dominaba la versificación latina y a los poetas clásicos,
pero se atrevió a violar la melodía del alejandrino francés con todo el ruido
del París del Segundo Imperio. La lengua literaria estaba custodiada por el
decoro y la tradición, pero él hizo un trabajo de modernización, preparando a
la poesía para su destierro agónico en el ámbito de la prostitución, la
publicidad y el periodismo. Baudelaire es el final de toda tradición. El
público es urbano, lee periódicos y es el nuevo juez. La poesía simbolista
consagra el lenguaje como único significado. El lenguaje pasará a configurar el
verdadero significado de significante. Baudelaire es la culminación de toda la
experiencia romántica.
En uno de sus mejores poemas en prosa, identificó a un viejo saltimbanqui, solo a las puertas de su barraca, contemplando con mirada profunda e inolvidable a la multitud que a su alrededor se divierte, con “el viejo poeta sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por la miseria y por la ingratitud pública”. Y en un párrafo estremecedor de sus diarios (1860) se preguntó:
“¿Qué tiene que hacer el mundo de aquí en adelante bajo el cielo? La mecánica nos habrá americanizado de tal modo, el progreso habrá atrofiado tanto en nosotros toda la parte espiritual, que nada, entre las fantasías sanguinarias, sacrílegas o antinaturales de los utopistas, podrá compararse a sus resultados positivos".
Dos siglos después de su nacimiento ya sabemos cuáles fueron esos resultados, algo que de ningún modo debe impedirnos mantener viva la petición que hizo a continuación:
“pido a todo hombre que piensa
que me muestre lo que subsiste de la vida”.
Este es un grito que sigue resonando.
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