Continuidad de los parques
El cuento más veces interpretado
Continuidad
de los parques
Julio Cortázar
Los cambios de casa dan para mucho.
Dicen que uno no es consciente de su paso por el mundo hasta que no realiza una
mudanza. Es como mudar la piel, porque los libros y los escritos (hablo de
textos de la era anterior a lo digital), son sometidos a diversas cribas y purgas según criterios de peso emocional, de calidad, de afecto, y por último, el de espacio disponible.
A
veces se producen descubrimientos extraordinarios, como este. He rescatado unas
notas de entre los papeles del pasado más remoto cuatro apuntes sobre el
famoso cuento de Cortázar que tantas veces hemos leído, entre sorprendidos y
admirados: “Continuidad de los parques”. Las notas, que aquí he intentado
reproducir, empiezan con una oración sugerente:
“Es un texto muy tramposo y muy
hermoso”.

2)
Referentes: Nouvelle vague (años 50), Allan Poe,
cuento “El cuervo”, por la ambientación, “El resplandor”, película, “Psicosis”,
película , El mirón, novela.
Pero
es en el segundo párrafo donde se recogen todos los elementos diseminados en el
primero y el que me ha llevado, en esta relectura tardía, a descubrir que los
lectores guardamos el poso de los libros que hemos leído a lo largo de una
vida.
El cuento, ¿lo recuerdas?
En dos párrafos:
_________________________________________________________________________________
Había empezado a leer la novela unos
días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando
regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por
el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su
apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al
libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles.
Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera
molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano
izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los
últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes
de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y
sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto
respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de
los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a
palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia
las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del
último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;
ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las
caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta,
protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se
entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que
todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo
del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la
figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado:
coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía
su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía
apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la
tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía
seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un
instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose
en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo
la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron.
El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del
porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras
de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera
alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en
la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los
ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del
hombre en el sillón leyendo una novela.
Comentarios
Publicar un comentario