El doble sin rostro
Sube al taxi un hombre de mediana
edad, lleva traje y corbata bien coordinados con los zapatos; o mejor dicho,
con el único zapato que Mario puede ver de refilón desde su espejo retrovisor y
en el que advierte contrariado restos de barro. Por un momento sufre angustia
por la alfombra trasera. Sin duda, quedarán manchas. Le indica la
dirección y Mario se vuelve de repente; le ha llamado la atención su voz, una
voz que le resulta familiar. Le observa ahora más detenidamente en su espejo
cómplice. Es una persona conocida, tal vez un colaborador en tertulias
radiofónicas.

El
escritor de Burgos le confiesa mientras circulan por la calle Aribau que
tiene que firmar ejemplares de su libro el día 23, por orden expresa de
su editor y aprovechar así el tirón de la radio y la popularidad que le
confiere, que no están los tiempos para derrochar oportunidades; que en
realidad, siente pánico, que debe transformarse en otro, en alguien distinto y
que se queda siempre con la sensación de que engaña a sus lectores.
Le confiesa
que suele practicar en estos casos el juego del doble sin rostro. Se convierte
en un doble de sí mismo para enfrentarse al público lector que, atraído por una
voz conocida desea ponerle rostro cuanto antes. Su doble sonríe, saluda, firma
dedicatorias de sus libros y escucha paciente.
¿Por qué le cuenta todo esto? Si
es tan tímido, que se calle de una vez.
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