YO ERA PROFESOR
“Yo era profesor, mi trabajo consistía en
demostrar hasta qué punto la relación con lo real afecta a nuestra relación con
los demás, nuestra relación con nosotros mismos, con nuestros pensamientos, con
nuestra dignidad o con la falta de ella”.

Jean Starobinski
(Ginebra, 1920), filósofo y crítico cultural.
Los
alumnos tienen siempre las manos blandas, la cara aniñada, los ojos llenos de
inquietud, en guardia y sus miradas siempre escudriñan, serpentean, buscan a
los otros y al profesor.
Proceso
inverso.
Mientras
yo cumplo inexorablemente un año más, los alumnos se parecen siempre al eterno
adolescente, siempre de nuevo trece, catorce, acaso dieciocho años. Sus padres,
de repente, rejuvenecen hasta convertirme yo en su hermana mayor y mis
compañeros resultan con el tiempo más familiares, más cercanos, más cómplices.
La imagen me trae a la mente la obra de Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray.
En
este caso el cuadro no soy yo. El cuadro está lleno de chicos y chicas que
nunca envejecen y me miran, me preguntan, me escuchan desde su trinchera. Son
caras y nombres que cada septiembre me esperan. Con el tiempo, cambian sus
ropas, su manera de hablar, sus gestos; pero siempre tienen quince años.
Como
todos los oficios, tiene algo de redentor del yo; pero éste
además tiene que ver con los otros. Se habla mucho de las vacaciones del
profesor, de la entrega, del estrés, del aguante, de la pérdida de autoridad,
de la indiferencia como respuesta en el mejor de los casos, de infinita paciencia…
y luego, en casa, horas encadenados a la revisión de controles, de ejercicios,
de escritos; montones de papeles que crecen, que menguan para luego volver a
crecer, en los que los mismos errores
reaparecen uno tras otro… y, la misma palabra que llevo más de veinte
años corrigiendo se me rebela, me hace dudar, insiste, sobrevive hasta el
infinito, a modo de bucle.

El
profesor tiene siempre las manos largas, la voz empeñada en demostrar la
relación entre el conocimiento y la realidad, y entre nosotros mismos con los
demás. Los alumnos tienen siempre las manos blandas, la cara aniñada, los ojos
llenos de inquietud, en guardia y sus miradas siempre escudriñan, serpentean,
buscan a los otros y al profesor.
Ellos
tienen siempre la curiosidad en el rostro. Hoy he vuelto a mirar sus caras en
las fotos del último curso buscando miradas con las que completar la mía.
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