Ana María Matute
ANA MARÍA MATUTE (1925-2014)
Aparece en una enorme silla de
ruedas, se diría que le queda grande para tan delicados ochenta y muchos años. La
vida se le ha adelgazado pero el flamante premio Cervantes otorga un halo de
elegancia a su frágil estructura ósea. Avanza entre la gente con su mirada
infantil de asombro. Todo está preparado en la sala de columnas donde tendrá
lugar el acto: los focos, las sillas, el agua y el público, ávido de historias
y de sosiego. Ella cruza sus manos sobre el regazo mientras le ponen el
micrófono y cierra los ojos en un gesto decoroso y colaborador. Su cuerpo
menudo es ahora el centro de todas las miradas.
En la cara de Ana María los surcos
dibujan, a modo de cartografía de la experiencia, los órganos de los sentidos.
Los ojos son de agua, grandes, casi se desbordan de los pliegues que los abrigan.
La mirada tiene chispa, como un resplandor (ese que además es su palabra
favorita). Dice que hay personas que lo tienen y otras no. No hay duda de que
ella sí tiene resplandor en la mirada, algo triste y cansada de guardar tanto
asombro. Unas mullidas bolsas bajo los párpados, tan grandes, que parecen
contener el paraíso inhabitado, o todas las cortes de los reyes olvidados. La nariz es ancha y rompe el equilibrio de las
formas del rostro, pero le concede cierto aire de bonachona, un asomo de bondad
que siempre tiene. La boca es fina, adelgazada con el tiempo, ahora es como
elástica y el labio inferior se muestra huidizo al hablar, lo hace con un
movimiento a tres bandas: los labios, sus pequeños ojos cerrados y la nariz
arrugada.
Dice que escribir es una manera de
estar en el mundo y dice que se niega a escribir sus memorias, que no le
apetece. Cierra los ojos al pronunciar para sí misma: “Es mi vida”. Ha
bautizado a su generación como los “niños asombrados”. Aún lo está, asombrada
de vivir, eclipsada por la tragedia que representa crecer, por el síndrome del
nunca jamás y los cuentos de hadas para niños que no son tontos.

Confiesa después que de niña vivió
con ojos asombrados los bombardeos de la guerra en Barcelona, y esto le dejó
problemas de audición, una aversión a los fuegos artificiales, como niña
temerosa del estruendo, y la certeza de que no hay salvación posible.
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