Diálogo entre libros
Carmen Martín Gaite
Juan Benet
El
cuento de nunca acabar (apuntes sobre la narración, el amor y la mentira).
En El
cuento de nunca acabar, considerado uno de los más originales libros de
ensayo de los años ochenta, Carmen Martín Gaite convierte el lenguaje mismo en materia de narración, recoge las
divagaciones que guardaba en carpetas con el título “Frustraciones e
incompletos” y establece a modo de conversación, un diálogo consigo misma. El
libro es una reflexión sobre el arte de divagar, sin desprenderse del hilo de
los recuerdos, de las visiones, la autora reclama una vez más al lector como
interlocutor para al fin describir el bloqueo mismo de la predicación.
Si bien la obra narrativa de la autora ha
ido asociada por lo general a las novelas de conciencia interior, de
incomunicación y soledad; es a partir de la publicación de Ritmo lento, en 1962, cuando empieza a dibujar el camino del ensayo
y a consolidar las divagaciones como materia de escritura. Por el nuevo
itinerario, su obra se va tiñendo de secuencias ensayísticas hasta desembocar
en la obra que nos ocupa, cuyo estilo es el de un ensayo que fluye,
que apenas mece al lector.
La originalidad en el libro de ensayos El
cuento de nunca acabar no acaba en su estructura atípica, su estilo
fragmentario o su inserción genérica en un híbrido entre narración y ensayo. Se
trata de un texto en libertad, gestado en un largo periodo y con el que la
autora ha mantenido una relación que compara con las amorosas, ha utilizado la
escritura personal y episodios biográficos que son contados “de otra manera de cómo se cuentan las cosas”. Se detiene siempre a
reflexionar sobre todo el proceso de creación. Resulta interesante conocer la
concepción de Carmen Martín Gaite sobre su propia obra antes de terminarla.
Así, en una entrevista de 1979, la autora caracteriza así su obra en pleno
proceso de gestación (1973-1982):
“Ya en el año 74 empecé un libro de ensayos sobre las
diferencias entre la narración oral y la narración escrita (…). Tiene un título
provisional que es “El cuento de nunca acabar”. Este libro se vio interrumpido
a lo largo de todos estos años por mis dos últimas novelas. Ahora estoy muy
interesada en terminarlo. Creo que cuando lo acabe, quizás sea lo más lúcido de mi obra porque no se
trata de un análisis pedante ni profesional, sino que hablo de la narración
oral y al mismo tiempo voy contando cosas, ejemplos narrativos de lo que digo.
Es como un injerto entre ensayo y novela.[1]
DEL ARTE DE LA
SEDUCCIÓN
Cuando el lector llega al final del libro, el proceso ha sido arduo; al
modo de las antiguas costureras y utilizando uno de los campos semánticos
predilectos de la autora, ha tenido que abrir costuras, deshacer embastes para
tirar del hilo e intentar apenas enhebrar la aguja. Ha respirado cada párrafo como
si de oxígeno se tratara, le ha dado aire, le ha llenado de propósitos e ideas
sobre el arte de narrar y también sobre el arte de leer. Seguramente el lector
ha querido ordenar sus propias notas y poner en limpio los cuadernos y, al fin,
ha tratado de mantener una conversación con la autora. Por la vía de la
sinceridad Carmen Martín Gaite consigue establecer puentes casi
conversacionales con el lector. Es como si le otorgase una función primordial,
la de cuestionarse su propio papel en la representación del acto de leer. El
receptor tiene que actuar, debe asentir, negar, responder. Cabe preguntarse si
acaso no es esta una de las finalidades del ensayo como género.
Pero aquí la tarea de hilvanar las ideas ha resultado desbordante, muchas
veces el hilo cedía y era preciso acortar las tramas, que se extendían
rápidamente. Esta ha sido mi propia experiencia como lectora, pretendía leer un
libro, y al final han sido cuatro[2], se ha
establecido un coloquio entre todos; el uno me ha llevado al otro, una idea nueva
al primero y otras dos referencias al tercero. El eterno imaginado interlocutor
de la escritora ha tomado forma, se ha hecho corpóreo y he pasado de lectora a
interlocutora.
Busco la Correspondencia
entre Benet y Martín Gaite[4]. La primera
idea que me atrapa al leer estas páginas, viene del escritor ingeniero, cuando
habla de la relación entre el sujeto y los objetos o las personas importantes
para él, y nos habla de las tres edades de la voluntad (62-75); entre ellas, la
primera, “la edad de la obviedad”. Este
sintagma nominal de suave aliteración desprende musicalidad y me lleva a pensar
en la primera juventud, aquella en la que hasta los amigos y los amores
aparecen sin justificación, sin previa intelectualización. En El cuento de nunca acabar[5] (221) vuelve a aparecer este motivo de las edades,
relacionadas ahora con la añoranza de un interlocutor verdadero para cada una
de ellas. Distingue entre los falsos
interlocutores (profesor, confesor, psiquiatra, periodista) que nos obligan a
la narración forzada, y el narrador verdadero, añorado en la primera edad:
“Al interlocutor hay que buscarlo por otros pagos. O
simplemente soñarlo. Lo cual significa ponerse a escribir
de verdad”[6].
El CNA se gesta en un
periodo de nueve años, entre 1973 y 1982. Esos nueve años coinciden con mi
propia edad de la obviedad; que es
según la autora, la dominada por los deseos personales y cuando la voluntad
manda. Para Benet es ahí cuando el interés que despierta un objeto o un sujeto
es equivalente a la voluntad que engendra, están ausentes las justificaciones y
la intelectualización. Domina la obviedad. En la primera edad se lee por
curiosidad insatisfecha. Se añora un interlocutor verdadero, con pasión e
interés. En la edad adulta, en cambio, se lee por evasión a la reflexión.
También me ha dado la certeza de algo obvio: todo lo mueve la búsqueda de un
interlocutor, como una necesidad de espejo. El sentido de la escritura
como un acercamiento al otro, como la
necesidad de la interlocución del otro que escucha, lector o receptor que a
veces ni si quiera existe. Carmen Martín Gaite identifica en la célebre
entrevista “A fondo” el hecho de escribir con el de conversar:
“Escribir es conversar. Es un sucedáneo de la conversación. Quien escribe
lo hace porque no encuentra un interlocutor, alguien con quien poder hablar
bien, con pausa, con tiempo, con plazo narrativo.”[7]
Se trata de seducir al receptor con la palabra. El punto de partida es la soledad del narrador, convertido en interlocutor
de sí mismo primero, en busca de un destinatario espejo que comparta una misma actitud ante el
lenguaje, que se erija en el “lector ideal”, o “lector modelo”, concepto
parecido al que describe Umberto Eco[8] como aquel
capaz de interpretar el texto de manera análoga a la del autor que lo generó. Y
el narrador inicia esa búsqueda creando emoción en el interlocutor, haciéndolo
único, sentir que es él el elegido. Busca la complicidad con el lector, más que
su asentimiento. Lo arma, lo dota de contenido y de función, lo hace único y
necesario. Para tal fin, el narrador se erige en una especie de “encantador”,
utiliza todos los medios necesarios; y, de entre todos los tipos de narrador [9], se viste del narrador abierto o “Eros”, cargado de sinceridad, de
entusiasmo y de pasión, sin miedo a las divagaciones. Describe este tipo de
narración como:
“(…)la
que es capaz de producir placer, aunque tenga por tema un argumento triste.
Despierta amor, divierte, enseña y consuela. Porque nos deja entrar en ella”.[10]
Y ahí es donde entra en juego el estilo,
como herramienta para el encantamiento; ese fluir de las palabras, que mece al lector
o lo lleva de la mano por caminos afines. Aunque este del estilo en los ensayos
de Martín Gaite sería sin duda otro hilo del que tirar. Y es que se va a ser
necesario coser todos los posibles caminos infinitos de reflexión que hasta
ahora me desbordan, crecen en un entramado que se perfila inabarcable.
Así, otro posible camino sería el de los hilos invisibles o el diálogo entre
obras. Aquí está clara la relación entre El
CNA, con sus escritos personales, sobre todo en el apartado final “Río revuelto”, donde entramos en la cocina de la escritura, del
propio quehacer literario, que a su vez encierra el uso de los cuadernos como
fijadores de la memoria y verdadero semillero de este libro de ensayo. Podemos
afirmar que son el mismo texto, con fragmentos escritos para El CNA,
producto de ese periodo de gestación tan largo. Se funde en ese último apartado
la escritura personal con el ensayo-narración. Son textos en libertad, a veces
anécdotas, historias, de escritura fragmentaria, como en los muchos Cuadernos de todo[11], nombre cuyo origen explica la autora en el quinto de sus Siete prólogos de El CNA. Pero allí, en los
cuadernos originarios la libertad era connatural al género, el estilo
fragmentario se presupone; tomar notas es ordenar los hechos observados, las
historias, los pensamientos, pero también es cazarlos al vuelo, y dejarlos
crecer en libertad vigilada, fijar la voz interior, los murmullos de lo
cotidiano y las ideas de ese momento y verbalizar ideas o incluso diálogos:
“Mis cuadernos de todo surgieron cuando me vi en la necesidad de trasladar
al papel los diálogos internos que mantenía con los autores de los libros que
leía, o sea convertir aquella conversación en sordina en algo que realmente se
produjera” (CT.264). A este
hilo argumental, que implica también el placentero ejercicio de “copiar” frases
de otros para vivificarlas, para “meterlas en tu contexto, traducirlas a tu
lenguaje, entender a través de otro” (CT.357),
se une pronto una línea más intimista, que recoge el murmullo de lo cotidiano, ese
murmullo que es como “una mano viva, un fleco desflecado de memoria” (CT. 402).
Los Cuadernos fueron ordenados y
publicados póstumamente, y por lo tanto, sin voluntad previa de la autora; en
cambio, en El CNA sí hay una voluntad de darle forma a este cuento, ensayo o lo que vaya a ser. Es en el apartado “Ruptura
de relaciones” donde nos “cuenta” los orígenes de esta historia, con la
premonición de que la terminaría de manera “contingente” y convencida de que
quedaría inacabada y el motivo de su decisión de abandonarla sin haberla
terminado, cansada de arrastrar este cuento durante nueve años.
Y una relación más de El CNA se da con la recientemente publicada
Correspondencia, (mencionada más
arriba) que recoge algunas de las cartas cruzadas entre la autora y el escritor
Juan Benet. Se trata de textos aquí también de escritura personal, pero aquí el
interlocutor ya está elegido, tienen destinatario. No cabe imaginarlo ni
soñarlo. Es el amigo escogido como el interlocutor de todas las
consideraciones, además de las informaciones pertinentes. También es el
depositario de verdaderas elucubraciones. La propia Carmen Martín Gaite
caracteriza la escritura de cartas en la página 31 de El CNA. Ahí señala el valor que
tienen las cartas, como sustituto del diálogo directo, dice que son como
ponerse a hablar.
El propósito de establecer un diálogo entre El CNA
y la Correspondencia nos llevaría a
buscar interrelaciones entre los dos textos: las fechas, las alusiones a las
tres edades o la edad de la obviedad, o a subtemas como el estilo, el
interlocutor, etc. Aunque pocas, sí
aparecen algunas notas sobre las cartas y la literatura epistolar (en lo que se
ha convertido en la actualidad su Correspondencia
con Benet. En el apartado “Río revuelto”, lejos de imaginar que su
correspondencia privada sería publicada póstumamente, resuenan estas palabras:
“Pero, ¿es lícito hacer pasar por producto literario lo
que nunca pretendió serlo y, precisamente por eso, nació con tan genuina
frescura? Cualquier aviso de publicación de un epistolario póstumo despierta
una mezcla de avidez y mala conciencia.” [12]

Podemos además hallar ejemplos de los distintos tipos de narración. En la
carta número 19 de esta última, Juan Benet
narra sus recuerdos como espectador de películas de la inmediata posguerra. Y
en la número 11, también de Benet,
relata sus recuerdos de los días de estudiante cuando tras la noche de juerga
volvía a casa por la mañana. Ambas narraciones del interlocutor Juan Benet,
interlocutor aquí no soñado ni imaginado sino real, son para la autora ejemplos
de la narración abierta o “Eros”, por lo que contienen de vigor, de pasión, de
confidencia gracias a la presencia de un interlocutor concreto a quien
dirigirlas.
Sin duda quedarán otros posibles caminos infinitos que guardaremos para
estudios de mayor profundidad, como los hasta trece tipos de narrador que
disecciona Carmen Martín Gaite en El CNA, o el uso del lenguaje como
objeto mismo de la narración, o bien la
idea de literatura como hacedora de utopías. He apuntado en mis cuadernos además
otros sintagmas que me atrapan, como “el
incentivo del fingimiento.”[13]
Pero ese será otro
sobrehilo del que tirar…
[1] Celia Fernández, “Entrevista con Carmen Martín
Gaite”. Anales de Narrativa Española
Contemporánea, 4, pág. 168.
[2] La búsqueda del interlocutor y otras
búsquedas. Artículos. 1974. El cuarto de atrás. 1978. Correspondencia Juan Benet, Carmen Martín
Gaite, 2011 y El cuento de nunca
acabar, 1983.
[4] Carmen Martín Gaite, Juan Benet, Correspondencia. Edición de José Teruel.
Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores. 2011.
[5] A partir de ahora El CNA
[6] Página 226
[8] Eco, Umberto. El
lector modelo. Lumen, 2000/Confesiones
de un joven novelista. Lumen, 2011
[9] Hasta trece llega a distinguir en el CNA: el egocéntrico, el inmaduro, el sabihondo, el perezoso, el
quejumbroso, el compulsivo, el avasallador, el olímpico, el ocasional, el
cerrado o “Tanathos”, el abierto o “Eros”, el testigo, el sedentario, el
embarullado, el gastronómico,…
[11] A partir de ahora CT. Edición de Maria Vittoria Calvi, Carmen Martín Gaite, Cuadernos de todo. Debate. Madrid, 2002.
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