La imagen de la casa en la ficción literaria
«Nos reconfortamos reviviendo recuerdos de protección. Algo
cerrado debe guardar a los recuerdos dejándoles sus valores de imágenes. Los
recuerdos del mundo exterior no tendrán nunca la misma tonalidad que los
recuerdos de la casa.»
Gaston Bachelard, La Poétique de
l'espace
Con la interpretación del
espacio y de la espacialidad de manera interdisciplinaria, la categoría de
espacio narrativo ha ganado en complejidad, desde su noción más tradicional
como elemento puramente referencial de escenarios hasta el cambio de modelo que
se ha dado en las últimas décadas. El tránsito en la concepción del espacio se
sustenta en algunos estudios que se imponen como textos fundamentales. Es el
caso de La Poétique de l'espace
(1957), de Gaston Bachelard, dedicado al estudio de la imagen poética. Con el
análisis de imágenes del «espacio
feliz» o topofilia,
el autor configura el espacio poético como una proyección de nuestras
experiencias vividas, imaginadas o soñadas. Así, la casa se constituye como un
espacio de protección, como el espacio poético captado por la imaginación y
distingue entre la casa de la infancia,
que habita en la memoria y refiere los recuerdos del pasado, o la casa soñada, que se relaciona con el
futuro.
En
la ficción literaria contemporánea la dimensión espacial se ha convertido en
motivo temático recurrente, especialmente en la narrativa fantástica. El
espacio se personifica y actúa como un personaje más, adquiere significado
simbólico y puede llegar a configurarse como agente creador de lo insólito.
Así, por ejemplo, un espacio como la «casa» adquiere protagonismo y se
convierte en foco del relato, se humaniza, puede causar angustia e inquietud,
agrede a quien la habita o lo aísla en zonas intermedias donde la medida del
tiempo no existe. Sirvan como ejemplos algunos cuentos célebres que tienen como
centro la casa: «Casa tomada»
(1946), de Julio
Cortázar; «El huésped» (1959), de Amparo Dávila; o más
actuales, como «Habitante» (2008), de Patricia Esteban Erlés, «Una noche de
invierno es una casa» (2006), de Cecilia Eudave, «La casa de Adela» (2016), de Mariana Enríquez, o «La respiración cavernaria» (2015), de Samanta Schweblin, entre otros.
En
algunos de los cuentos de Cristina Fernández Cubas, los personajes buscan en la
memoria y los recuerdos de la infancia sus señas de identidad, por lo que la casa de la
infancia, que habita en la memoria, es
una imagen fundamental.
Rosa
María Díez Cobo, en su estudio sobre la casa encantada, analiza este motivo
partiendo de la premisa de que, en la literatura fantástica, el espacio es
muchas veces no solo el eje vertebrador de lo narrado, sino que, en relación
con el terror, se convierte en generador de lo fantástico:
El espacio se relaciona con el terror no como mera
plataforma donde exhibir tópicos o personajes, sino que participa, como agente
activo, en la construcción de escenarios y en el desenvolvimiento de las
tramas. Esto, si cabe, es más palpable en ejemplos del género donde lo espacial
es la primera herramienta conjuradora del pavor. Y es que, una casa encantada
es, sin duda, el epítome de la simbología espacial terrorífica. (Díez Cobos,
2020: 137)
Para
el análisis de la casa encantada como contra-espacio, Díez Cobo parte de la
teoría del topoanálisis de Gaston Bachelard y su definición de casa: «Porque la
casa es nuestro rincón del mundo. Es —se ha dicho con frecuencia— nuestro
primer universo. Es realmente un cosmos. Un cosmos en toda la acepción del
término» (Bachelard, 1965:28).
Así, si la casa es el centro de la existencia
para el ser humano al que ligamos los afectos, la seguridad, el refugio, los
recuerdos; entonces «la potencial ruptura de este espacio sagrado, su
violación, su profanación, puede desembocar en la peor de las perversiones
imaginables, en la alteración más dolorosa y horrífica del orden de cosas que
estimamos como recto y deseable.» (Díez Cobos, 2020: 138). Además, se analizan
los aspectos simbólicos que se desprenden del concepto de casa encantada, como
por ejemplo la noción de casa como contenedor de recuerdos negativos o como
espacio doméstico reflejo de personajes perturbados o «espejo de alteraciones
psíquicas».
Algunos
de los cuentos de Cristina Fernández Cubas reflejan esta simbología, sin duda
por la influencia de la tradición gótica de terror de la cultura anglosajona,
con la casa como centro generador del terror. A este respecto, en su libro de
memorias Cosas que ya no existen.
(Barcelona. Tusquets, 2011), la autora recuerda el impacto que le causó,
primero como oyente del relato oral y más tarde como lectora, el cuento de
terror «La caída de la Casa Usher» («The
Fall of the House of Usher»), 1839, de Edgar Allan Poe. En relación con el
poder evocador de lo arquitectónico; de los elementos de tránsito, como los
umbrales; y de objetos como el mobiliario, cabe destacar la importancia que
tienen algunos objetos que habitan en
las casas de los cuentos de Cristina Fernández Cubas, tales como espejos,
ventanas, puertas, o relojes, que son portadores de referencias a la memoria y
a espacios ficcionales que conforman el universo de la escritora. Los espacios
no son simples escenarios en los que ubicar personajes, no son nunca neutrales,
a menudo son fronterizos y subvierten el modelo de realidad estable.
Bachelard, Gaston (1965). La poética del espacio. México: Breviarios. Fondo de Cultura Económica, 2020.
Díez Cobo, Rosa María (2020). «Arquitecturas del hogar invertido: reescribiendo la casa encantada». Brumal. Revista de Investigación sobre lo Fantástico / Brumal. Research Journal on the Fantastic. Vol. VIII, N.º. 1, 2020. p. 135-156.
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