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Transparencias

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  TRANSPARENCIAS Ha recorrido todos los pasillos del pabellón deportivo, ha leído al vuelo los anuncios colgados en los tablones, ha entrado en los servicios dos veces, ha vuelto a leer los mismos anuncios en el camino inverso. Ha subido y ha bajado la escalera infinita que va desde la planta segunda a la planta sexta. Ha pasado cerca de varios grupos de alumnos que conversaban entre ellos y reían; otros escuchaban atentos las indicaciones de algún monitor. Se ha cruzado por delante de muchas personas pero nadie ha reparado en ella, ni tan siquiera la camarera a la que ha intentado pedir un café por segunda vez sin conseguirlo. Ha entrado en el aula, como un fantasma, se ha sentado en la silla, una silla de la fila de atrás que empezaba a evaporarse. La clase se ha puesto en marcha con la presentación del profesor. Una vez más lo ha conseguido: ha traspasado el aire.

Una forma peculiar de audacia

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Releyendo la novela de José María Guelbenzu, por razones que no vienen ahora al caso,  El río de la luna , en la edición de Ana Rodríguez Fischer, editorial Cátedra,  he tropezado con una cita sobre la timidez que me parece extraordinaria: "… Fidel nunca fue un tímido. O probablemente lo fuera, pero pertenecía a esa clase de personas cuya voluntad de vivir convierten la timidez en una forma peculiar de audacia…”

Enmudecer

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Releyendo la novela de José María Guelbenzu, por razones que no vienen ahora a cuento, El río de la luna , en la edición de Ana Rodríguez Fischer en Cátedra, he tropezado con una cita sobre la timidez que me parece extraordinaria: …”Fidel nunca fue un tímido. O probablemente lo fuera, pero pertenecía a esa clase de personas cuya voluntad de vivir convierten la timidez en una forma peculiar de audacia…”                     ENMUDECER Aquella tarde de agosto, como cada jueves, esperábamos la visita de tía Ángela. Llegaba con el rostro húmedo de sudor, la respiración jadeante y sincopada como la de un perro. Me saludaba con dos besos y dejaba el rastro de rojo carmín en mis mejillas.  Y a continuación pronunciaba el sortilegio: —Esta nena nunca habla. Es muy vergonzosa. Parece muda. Luego sacaba del bolso un abanico y aireaba efluvios de perfume de azahar a su alrededor. El piso de la calle Miraflores era en los veranos un horno de los que tienen un respiradero. Era una pla

La Tere

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La Tere Desde que se le murió este hijo, la pobre Tere es que no levantó cabeza. No dormía por las noches y ya ni se hacía de comer. Bueno, eso sí, cada semana  amasaba y cocía pan, y el aroma que emanaba el horno subía por el patio de luces y se adentraba por todas las galerías. El caso es que la Tere empezó a descuidar todas sus labores, se olvidaba de las cosas, hasta de asearse, que algunas veces si te la cruzabas en el ascensor, dejaba un tufillo a rancio ahí dentro que te tiraba para atrás. Se desmemorió de todo menos de  la soledad. Y muchas veces por el patio se le escuchaba hablar con el hijo muerto, bueno mejor diremos que con el tarro de las cenizas, porque paseaba la urna o como se llame ese cacharro por donde ella iba del piso. Hasta las vecinas le seguíamos la corriente por no contrariarla y yo, haciéndome la tonta, también porque me daba pena, le pregunté muchas veces por el chico, si había comido bien, si estaba tranquilo, si ya lo había echado en la cama. Se q

La vida detenida

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La vida detenida Para cuando el testigo y la víctima acudían a su cita en el paseo, la tarde era desapacible y el aire batía diminutos y alados granos de arena. Julia Tello salió apresurada del hotel a eso de las tres y media.  En el ascensor repasó mentalmente el número de la habitación, la 1002, planta décima. Las vistas a la ciudad eran de pantalla panorámica. Se había recogido el pelo en la nuca con un broche de carey y vestía un blusón estampado en tonos tierra y rojos que la rejuvenecía. Ante el espejo del ascensor se dijo que cincuenta años dan para muchos tientos más allá de los tópicos de la cifra redonda. Cargaba un bolso grande, quizás algo inapropiado para dar un paseo por el mar. Tanteó durante apenas tres segundos la posibilidad de volver a cambiarlo pero el ascensor se detuvo en la quinta planta y fue entonces cuando clavó sus ojos en el luminiscente número cinco y pensó en la posibilidad de congelar su propia imagen en su retina. A este lado del espejo, su muert

En mitad de la carretera

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  Aquel pobre perro. En mitad de la carretera con la mirada perdida en un punto lejano.  No se movía. Tan solo de vez en cuando me olisqueaba los dedos, que conservaban el olor del arenque del almuerzo. Después me lamía las manos y volvía a su postura vigilante. La húmeda lengua suspendida temblaba al compás de su respiración.  Claro que ninguno de los dos quería estar allí, bajo el sol tórrido de agosto. Los dos teníamos sed y preguntas. Sin duda el perro, de estar solo, hubiera salido corriendo tras la camioneta de John hasta desfallecer. Volvería en una media hora, dijo. El almacén de los Forbes estaba a pocos Kilómetros, recogería la mercancía y haría el porte hasta la ciudad. Volveré en media hora, dijo John. En esta piedra junto al poste estarás bien, no te desvíes de la carretera, así te distinguiré.  Ninguno de los dos quería estar allí, sobre la luz oleosa del asfalto al atardecer.