Juan José Millás, buscando cuentos


Dice el escritor Juan Villoro en el prólogo de ¿Hay vida en la Tierra?, que ha reunido “cien relatos de lo real”, pero se trata de artículos periodísticos publicados en distintos medios. Son columnas con cuerpo narrativo, a la manera de los “articuentos” de Juan José Millás, a quien nombra entre sus influencias.
Pero otra frase en el prólogo lleva a pensar en una conexión más entre periodismo y literatura, más allá de la crónica:

“No he querido construir cuentos, sino buscarlos en la vida.”

Y es que las columnas de Millás más pegadas a la ficción constituyen un género en sí mismas porque indaga en los mecanismos de la invención para extraer historias y liberarlos de la realidad, de la vida.
La titulada “Escribir”, por ejemplo,  es una pieza maestra. Publicada en el diario El País, responde al esquema de  una columna clásica, así que nace de una noticia de actualidad: la tragedia del submarino K-141 Kursk, perdido con toda la tripulación en agosto del año 2000.

 Juan José Millás utiliza la nota de los tripulantes que sobrevivieron seis días a la tragedia para elaborar todo un manifiesto de cómo entender la escritura y el proceso creador, de cómo escribir se convierte en necesidad, aun desconociendo si habrá o no destinatario.
El tono del texto es muy triste (función expresiva), aparecen los elementos de espacio/tiempo, también nombra al autor/emisor, la “selección de los materiales narrativos”, las elipsis (como el pánico elidido), la escritura como tabla de salvación ante la inminencia del desastre. Y al final, la responsabilidad última del lector para rellenar los huecos de los sobreentendidos.


Escribir

"13.15. Todos los tripulantes de los compartimientos
sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23
personas aquí. Tomamos esta decisión como
consecuencia del accidente. Ninguno de nosotros
puede subir a la superficie. Escribo a ciegas." Estas
palabras, escritas por un oficial del Kursk en un
pedazo de papel, tienen la turbadora exactitud que
pedimos a un texto literario. El autor está rodeado de
bocas que exhalan un pánico que ni siquiera nombra.
Él mismo debe de encontrarse al borde de la
desesperación, pero no tiene tiempo ni papel para
recrearse en la suerte. Ha de hacer, pues, una
selección rigurosa de los materiales narrativos, y el
resultado es esa obra maestra en la que, sin embargo,
sólo cuenta aquello a lo que se puede asignar un
número: la hora y la cantidad de hombres. En
situaciones extremas, la literatura sale a presión,
como por la grieta de una tubería reventada. El
documento del oficial del Kursk es bueno porque es
necesario. Mientras la muerte trepaba por sus piernas,
ese hombre se entregó con fría vehemencia a la
literatura. Y de qué modo.
Naturalmente, lo que no dice ocupa más de
lo que dice, pero lo ausente ha de aportarlo el lector,
que es tan responsable de lo que lee como el escritor
de lo que escribe. Sería absurdo comenzar una novela
afirmando de un frutero que es bípedo. El lector tiene
la obligación de saber que lo fruteros son bípedos y
que están dotados de cuatro extremidades con cinco
dedos en cada una de ellas. Sin estos sobreentendidos
primordiales, la escritura resultaría imposible.
Lo curioso es que un billete con cuatro
líneas aparecido en el bolsillo de un cadáver responda
de súbito a la vieja pregunta de para qué sirve la
literatura. Sirve para contarlo. Todos aquellos que
aspiran a escribir deberían recitar el texto del Kursk
como una oración. Ser escritor, al menos cierto tipo
de escritor, significa vivir rodeado de pánico
percibiendo a tu alrededor bultos que pasan de un
compartimiento a otro con los calcetines mojados. Y
tú eres uno de esos bultos: aquel que, por encima o
por debajo del miedo, está poseído por la necesidad
de contarlo, aunque las posibilidades de que alguien
lo lea sean muy escasas. Escribo a ciegas.


JUAN JOSÉ MILLÁS, El país
3 de noviembre 2000

¡Fantástica!

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