La Tere
La Tere
Desde
que se le murió este hijo, la pobre Tere es que no levantó cabeza. No dormía
por las noches y ya ni se hacía de comer. Bueno, eso sí, cada semana amasaba y cocía pan, y el aroma que emanaba el
horno subía por el patio de luces y se adentraba por todas las galerías. El
caso es que la Tere empezó a descuidar todas sus labores, se olvidaba de las
cosas, hasta de asearse, que algunas veces si te la cruzabas en el ascensor,
dejaba un tufillo a rancio ahí dentro que te tiraba para atrás. Se desmemorió
de todo menos de la soledad. Y muchas
veces por el patio se le escuchaba hablar con el hijo muerto, bueno mejor
diremos que con el tarro de las cenizas, porque paseaba la urna o como se llame
ese cacharro por donde ella iba del piso. Hasta las vecinas le seguíamos la
corriente por no contrariarla y yo, haciéndome la tonta, también porque me daba
pena, le pregunté muchas veces por el chico, si había comido bien, si estaba
tranquilo, si ya lo había echado en la cama.
Se
quedó trastornada, a veces se adormilaba durante todo el día y por las noches
lloraba con unos gemidos que aparentaban los de un perrillo abandonado. El hijo mayor, el Joan, que pocas veces
acudió a ver su madre en vida del hermano, todo hay que decirlo, ya se rumiaba
la idea de enviarla a una residencia y vender el piso de Muntaner. No se fiaba
de dejarla sola. Pues mira tú que si se llega a fiar.
Sí
señores, porque la Tere besó a su Álvaro en el mismo momento del traspaso, por
lo que se ve ella lo ayudó al buen morir, le acompañó en la hora del tránsito,
le cerró los ojitos y le peinó el bigote pero jamás lo llevó a enterrar. Y es que un día de los que la Tere tocaba de
pies en tierra, que estaba clara, vaya, nos refirió a las más íntimas que el
día de la incineración no se movió del crematorio hasta que le entregaron la
urna, que el encargado de allí se negaba a depositar las cenizas en el vaso
porque aún estaban calientes, que tenía que transcurrir el tiempo reglamentario.
Pero ella que nanay, que de allí no se movía. Siempre pensé que seguro le
pegaron el cambiazo, porque dice que cuando agarró el tarro por primera vez, ya
estaba frío. El caso es que se las quedó en casa, que digo yo que no las
echaría al bote de la levadura, porque dos veces por semana cocía un pan en el
horno que le quedaba bueno de verdad y subía un olorcillo caliente y raro por
el patio de luces, que nos despertaba a todas de la siesta.
¡Ay, qué desastre de
mujer!
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