NAPOLI
Fue el regalo de mi cumpleaños: el viaje a Nápoles. Ciudad de sonoro y grisiento atardecer. Son las 18h, estamos instalados en la habitación 210 del Hotel Terminus, en la Piazza Garibaldi y junto a la estación del mismo nombre.
Me he traído un libro de DFV, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. Es una sátira de los cruceros de lujo y de paso de la sociedad americana y su cultura. Durante el vuelo apunto algunas ideas para la reflexión y una posible relectura, las diferencias entre el ensayo y el anuncio que apunta el autor y unas observaciones sobre lo que él llama “sonrisas profesionales” y que las azafatas de abordo me reafirman.

Domingo, 28 de abril
 
Hemos visitado el sur de Nápoles en tren, el Circumvesubiano recorre el trayecto que bordea el golfo en un trazado casi semicircular hasta la villa de Sorrento. De pronto he recordado a Rafael Argullol, porque en un libro sobre arte (Una educación sensorial. Historia personal del desnudo femenino en la pintura. Ed. Acantilado, 2012) hace mención especial de un fresco dionisíaco de la villa de los Misterios en Pompeya, y cómo su mirada no podía apartarse de la estampa de una bailarina desnuda cuyo velo formaba un arco entre su cuello y sus rodillas.
El trayecto tiene una duración de una hora de viaje, pero antes de llegar a Pompeya, hemos hecho una parada en un pueblecito de la costa llamado Torre del Greco, famoso por su “producción” de coral. Desde la estación hemos seguido las calles en desnivel y algo destartaladas hasta llegar al puerto.
 
Los pequeños botes de los pescadores ya habían atracado en el puerto y los puestos de pescado estaban rebosantes de brillantes doradas, sepias, gambas y otros frutos del mar. Los colocan en pequeñas piscinas circulares con agua y ahí giran agonizando hasta morir con suaves aleteos en el agua. Los niños meten el dedo y sonríen porque les parece que nadan.
 
Por la noche, el restaurante Mimí, un sitio como dicen por aquí “particulare”, dado que se encuentra situado en una calle donde convive con dos cines de películas porno y un vídeo club de la misma especie con sus cabinas eróticas y sus hombres plantados en la puerta guardando cola. Pero el Mimí emerge como de la niebla y ya se impone desde sus portales, con la moqueta roja en la acera de la entrada que te recibe bajo un toldo señorial. Vuelvo a acordarme de Argullol, quien en alguno de sus textos distingue  entre el arte y la vida. Lo que en el arte es consuelo, en la vida es compasión; lo que es  verdad en el primero, es solo apariencia en la vida y lo absoluto del arte, en la vida siempre es relativo. Lo cierto es que no sabría si otorgar al Mimí el lugar del arte o dejarlo para los cines porno y viceversa con el lugar de la vida. Bueno, no lo supe hasta ver y saborear los espaguetti “vongoli” que sirven allí y que superan (o no) a la pizza de Napoli que cenamos ayer. Son las veladas que valen una vida, los sabores, los olores y la sensación de libertad, de ociosidad y otras sensaciones que ocupan al turista y que le requieren como único esfuerzo estar pendiente de la hora del vuelo de vuelta. Todo lo demás es accesorio y secundario. Definitivamente, el Mimí es un histórico.


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